Ángela Vallvey

El móvil es una pistola

Tras el suicidio de una menor en un instituto de Madrid, después de ser asediada por un/os compañero/s, el problema del acoso escolar reaparece. Debería sonrojarnos de vergüenza social. El hostigamiento en las aulas no es ninguna novedad. Existe probablemente desde que se inventaron las escuelas. Lo que no parece tan probable es que nunca antes haya sido tan eficaz como ahora. La tecnología ayuda a que el acosador consiga sus fines. Los teléfonos móviles no son sólo simples teléfonos, sino pequeños ordenadores que conectan las veinticuatro horas al usuario con la «red», con el mundo. Lo que se escribe o publica en tinta virtual es indeleble, permanece inmutable, es eterno (si los damnificados no inician un procedimiento legal de petición de borrado, llamado «derecho al olvido», algo que resulta complicado cuando menos). Antaño, un acosador podía repartir fotocopias de una foto comprometida: fácilmente perecedera. Hoy, basta publicar en las sacrosantas «redes sociales» una instantánea para que la publicidad del oprobio, del atentado al honor y la intimidad de cualquiera (y mucho más si es un menor) sea fulminante, incesante. El acoso escolar es violencia de la peor calaña, una agresión que se ejerce con un simple smartphone: el teléfono se ha convertido en una pistola en las manos de despiadados. Al ser virtual, es posible que un niño, o adolescente, no llegue siquiera a entender el alcance del daño que puede producir en los demás. Quizás resulte fácil para la conciencia de un chaval, poco formado aún, confundir la vida que transcurre en una pantalla con un simple juego. Hasta hace poco, se reprochaba a los padres que «abandonaran» a sus hijos ante el televisor, que los maleducaba. Ahora, la pantalla ante la que se crían nuestros niños se ha achicado en tamaño, pero ha crecido brutalmente en barbarie y presencia.