Toros

El pálpito de cada mes de mayo

El pálpito de cada mes de mayo
El pálpito de cada mes de mayolarazon

Me viene la imagen del reloj de clase. Aquel que miraba una y otra vez. El que señalaba que la jornada llegaba a su fin y podía ir a toda prisa hacia la plaza de toros. Mi colegio no estaba lejos de Las Ventas. Al otro lado de la M-30, cruzando el puente de Ventas, en el Barrio de la Concepción, se situaba la Casa de la Virgen, un colegio religioso en el que hice mis estudios obligatorios. A la salida esperaba mi padre, que disponía para la feria de San Isidro de dos abonos de la grada del 5. Como todos en mi familia éramos muy aficionados, mis hermanos y yo nos repartíamos todos los festejos. Y claro, había discusiones entre nosotros por ver quién se hacía con los mejores carteles para acompañar a mi padre. Me encantaba ver la llegada de los toreros y disimuladamente rozar el traje de luces cuando pasaban junto a mí. Sentir el tacto del bordado ya causaba una impresión extraordinaria. Mientras subíamos por las escaleras hasta nuestras localidades los sonidos y las voces aumentaban. Los ecos de expectación te involucraban de lleno en el espectáculo. Y los clarines y timbales marcaban el inicio de la tarde. Se presentaban los toreros en el ruedo e iniciaban el paseíllo. Y mientras cruzaban el inmenso e impoluto ruedo yo soñaba con ser algún día uno de ellos. Cada vez que se acerca el mes de mayo siento un pálpito en mi corazón. No sólo es la plaza de mi ciudad. Es la plaza de mis sueños. Donde siento la necesidad de contar al mundo lo que me mueve, lo que corre por mis venas y sé que tengo el lugar idóneo para hacerlo. La faena que guardo en mi mente tiene Las Ventas como escenario. De hecho, tuve suerte con aquel «Cantapájaros» que me permitió expresarme como yo siento. En mi finca tengo su cabeza disecada. Y al mirarla se me agolpan los recuerdo de aquella tarde. Ya en el patio de cuadrillas sentía unas sensaciones diferentes. Hacía un día malísimo y no paraba de llover, pero yo tenía un presentimiento especial. «Cantapájaros» me permitió sacar totalmente lo que llevaba dentro como torero. Fue una faena de vaciarme por completo haciendo el toreo que me llena. Y eso quiero volver a sentir ocho años después. Era un adolescente cuando me presenté como novillero. Lo hice en solitario. Y sufrí muchísimo. El viento no descansó en ningún momento y los novillos me levantaron varias veces los pies del suelo. La expectación era muy grande y yo lo tenía claro, no iba a salir a pié de la plaza. Por fortuna, el viento me dio una tregua para poder cuajar a «Afanes», el quinto de la tarde. Aquel novillo llevaba el hierro de Alcurrucén. «Cantapájaros» fue un toro de Victoriano de Río. Con estas dos ganaderías que me permitieron abrir la puerta grande de la catedral del toreo me anuncio en el presente San Isidro. Ya no miro impaciente el reloj de clase. Ahora pregunto cuánto queda para liarse el capote de paseo. Es mi turno. Llegó mi hora.