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El ocaso de nuestro hombre en Caracas

La Razón
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Igual que el protagonista de «El sexto sentido», Juan Carlos Monedero llevaba bastante tiempo muerto pero hasta ayer no se había dado cuenta. Bruce Willis, cierto, se da más un aire a Yanis Varufakis, con esa alopecia desacomplejada como baza erótica, que es el otro protomártir de la causa del populismo posmoderno, pero el ministro griego siempre fue consciente de que su permanencia en la primera línea de la política sería efímera. No así el fugaz número tres de Podemos, ese tierno cuentacuentos que quiso aliviar la enfermedad de Hugo Chávez relatándole con televisión en directo la fábula del colibrí: «Haga su parte, presidente, recupérese», decía con arrobo y los párpados entornados. Su caída ha sido más prosaica y ni siquiera se ha dado el gusto de vacilarle al Eurogrupo en pleno, como hizo el chulazo de la Acrópolis. Nada de eso. Monedero fue orillado por sus compañeros cuando fue incapaz de justificar el cobro de una pequeña fortuna y, en esta precampaña de las municipales, harto de su ostracismo, ha estallado contra la dirección del partido, singularmente contra su otrora tutelado Pablo Iglesias. Una historia de dinero, celos y poder orgánico que firmaría cualquier formación de la casta. Qué ordinariez.

Es una tentación demasiado fuerte establecer un paralelismo entre Juan Carlos Monedero y Jim Wormold, el modesto vendedor de electrodomésticos que protagoniza la novela de Graham Greene «Nuestro hombre en La Habana» (aunque fuera en la Cuba prerrevolucionaria de Fulgencio Batista). Este profesor de Ciencias Políticas en la Complutense fue el hombre del movimiento populista en Caracas, el que estableció lazos ideológicos con el llamado socialismo del siglo XXI e incluso el que importó desde Venezuela el nombre de Podemos, que es el acrónimo que empleaba como marca electoral «Por la Democracia Social», uno de los partidos que se adhirió a la causa de Chávez cuando se rompió en 2003 la coalición Movimiento al Socialismo (MAS). Monedero llegó a tener oficina propia en el Palacio de Miraflores, sede de la presidencia venezolana, y un trato personal con el comandante, de quien existen grabaciones en las que lo interpela como «amigo Juan Carlos».

Cuando llegó el momento de asentar en España a una formación que la televisión pública de la tiranía chavista define como la de «nuestros hermanos bolivarianos en Europa», se creó un entramado empresarial alrededor del programa de televisión «La Tuerka», financiado en exclusiva con los petrodólares que tanto echa hoy de menos la desabastecida población de Venezuela. Como Wormold, el antihéroe de Greene, Monedero tasó a precio de oro unos informes que los anglosajones definirían como bullshit. No eran los planos de aspiradores que vendía al MI5 «nuestro hombre en La Habana», pero casi. Asegura «nuestro hombre en Caracas» que las naciones del ALBA le pagaron un pastizal por un estudio financiero... a un politólogo, tan avezado en sistemas monetarios como conocedor sería un esquimal del reglamento taurino. Él dijo que reinvirtió sus fabulosos beneficios en «un proyecto de comunicación»: en el momento en el que demuestre la existencia de un flujo de dinero entre «La Tuerka» y Podemos, si lo hubiere, éste habrá infringido la Ley de Partidos.

La duración de la carrera política de Monedero habrá sido inversamente proporcional al concepto que tiene de sí mismo. Sedicente miembro de la vanguardia intelectual, no escondió su ambición de ser alcalde de Madrid «si los madrileños desean tener a otro profesor en el gobierno de la ciudad». Resultó un poco exagerada, sobredosis de autoestima, su asimilación con Enrique Tierno Galván, santón de la progresía y figura señera de esa Transición que dicen execrar los fundadores de Podemos, construida sobre un pacto constitucional que ellos califican sin ambages como «estafa» y «traición».

Acorralado por Hacienda y contaminado por su relación con el chavismo, Juan Carlos Monedero era desde hace tiempo un lastre demasiado pesado para Podemos, que lo apartó de la primera línea tras una delirante rueda de prensa en la que fue incapaz de explicar la elusión durante años de sus obligaciones fiscales, en caso de ser cierto que llevase tanto tiempo trabajando para los regímenes bolivarianos. La contundencia de una grabación en la que se confiesa «engañado» por Pablo Iglesias no desaparecerá ni con un millón de tuits amistosos. Goteras en el chiringuito.