Política

Proclamación de Felipe VI

La legitimidad de Don Felipe

La Razón
La RazónLa Razón

Resulta llamativo comprobar que desde algunos sectores se afirma la pretendida falta de solera democrática de nuestro sistema político, por el hecho de que dos tercios de los españoles vivos no pudieran participar, por edad, en el referéndum constitucional del 6 de diciembre de 1978. Es evidente que las normas jurídicas no pierden su vigencia por el mero transcurso del tiempo, porque la vocación de permanencia es, precisamente, una de las notas distintivas de dicho tipo de prescripciones. Con ser ello cierto, en este contexto procede recordar que la Constitución se aprobó, en primera instancia, por una resolución parlamentaria democrática, la cual fue posteriormente refrendada por el electorado. Dicha resolución alcanzó en el Congreso el respaldo del noventa y tres por ciento de los diputados, y sólo el 1,7 por ciento de la Cámara votó en contra del texto, perteneciendo tan sólo uno de dichos diputados disconformes a un partido de izquierda, siendo todos los demás destacados miembros del grupo parlamentario de Alianza Popular.

Podemos afirmar, por tanto, que la práctica unanimidad, salvo algún diputado conservador, votó a favor de la declaración de legitimidad de Don Juan Carlos de Borbón para asumir la Jefatura del Estado a título de Rey, en su condición de heredero de la dinastía histórica, asumiéndose por tanto, en dicho mismo momento y con el mismo consenso, la legitimidad de Don Felipe como sucesor. Lo más sorprendente resulta que aquellos que imputan a nuestra Monarquía parlamentaria falta de legitimidad por carecer de apoyo actual, no dan importancia al hecho de que nuestra Segunda República vio aprobada su Constitución por algo más de la mitad de la Asamblea, habiendo abandonado el hemiciclo la otra mitad, momentos antes de que se produjera la votación, en aquella tormentosa sesión del 10 de diciembre de 1931, el mismo día en que, en edición urgente y extraordinaria, la Gaceta de Madrid publicó el texto a última hora de la tarde. Sin embargo, no se oyen voces que resten, por ese mero hecho, legitimidad a dicha Constitución, cuyos preceptos son en ocasiones citados y alabados, no obstante la tan evidente falta de apoyo generalizado de dicha fundamental Carta.

La actual República italiana se instauró con base en un referéndum, en el que quienes votaron en contra de la Monarquía entonces vigente sólo sumaron doce millones de sufragios, mientras diez millones de ciudadanos votaban por la Corona. Aun así, nadie se atrevería a poner en cuestión el actual régimen político de la hermana república, si exceptuamos alguna proclamación nostálgica de aquel año 1946, que apuntaba más a señalar dificultades de la campaña electoral para los monárquicos, que a denunciar una pretendida falta de legitimidad por insuficiente diferencia de votos.

El actual sistema constitucional de España, precisamente para evitar toda posible tacha de ilegitimidad por escasez de mayorías, exige el apoyo de dos tercios de cada Cámara, si se pretende aprobar un cambio en la forma de Estado. Esta misma mayoría se requiere para suprimir o alterar cualquiera de los derechos fundamentales y libertades públicas que proclama el título primero de nuestra Carta Magna. Como se ve, por tanto, no nos encontramos ante un deseo del constituyente de bloquear las iniciativas de mejora de nuestro texto constitucional, sino de asegurar que las decisiones políticamente trascendentales no queden a merced de mayorías circunstanciales. Sin embargo, nuestra Constitución es plenamente reformable, a diferencia de otras Cartas tan legítimas como la nuestra, que no permiten su alteración sustancial de ningún modo y por ninguna mayoría. Así, la Constitución francesa declara que el régimen republicano no es reformable, y la noruega afirma que la forma de Estado no puede ser modificada, exigiendo asimismo dos tercios del Parlamento para cualquier otra alteración del texto. El esfuerzo constituyente no puede plantearse de modo continuo y reiterado, porque requiere de cesiones y consensos que las fuerzas políticas no siempre están en condiciones de alcanzar. La forma política del Reino de España puede ponerse en discusión, y es susceptible de un cuestionamiento legítimo por la vía de una iniciativa de reforma constitucional, pero dicha posibilidad comporta riesgo de disensión, hasta tal punto que es simple y llanamente eliminada del juego en países de democracia consolidada. No es éste el caso de España, cuyo avanzado sistema democrático asegura que todo sea opinable, en paz y en un contexto de diálogo. Sin embargo, la prudencia de nuestros constituyentes es digna de alabanza, precisamente al incluir la forma política del Estado entre aquellos temas que sólo pueden abordarse en un proceso extendido en el tiempo, que debe alcanzar el mismo grado de apoyo que permitió instaurar nuestro vigente modelo institucional.