Barcelona

Los jueves, milagro

Algo parece decir del clima que se respira en Cataluña ese afán por no señalarse, por no destacar, porque nadie sepa o diga o murmure sobre estas elecciones en día laborable.

Operarios de limpieza eliminan pintadas de color amarillo –usado por los independentistas para sus reivindicaciones– ayer en el colegio Ramón Llull de Barcelona
Operarios de limpieza eliminan pintadas de color amarillo –usado por los independentistas para sus reivindicaciones– ayer en el colegio Ramón Llull de Barcelonalarazon

La última vez que se celebraron unas elecciones a nivel nacional en día laborable fue un jueves 28 de octubre de 1982. En Cataluña, si la Wikipedia no patina, los últimos comicios regionales fuera del domingo son los del 1 de noviembre de 2006, que coronaron a José Montilla con el voto de Esquerra Republicana de Catalunya e Iniciativa per Catalunya. Claro que el 1 de noviembre es fiesta, y aun así solo votó el 56,04% del censo. Un porcentaje cutre, que previsiblemente tendrá poco que ver con el que hoy vaticinan los expertos. Eso sí, para alcanzar las cotas que reclama el constitucionalismo será necesaria una proeza. Recuerden que en las elecciones de 2015 votó el 74,95% del electorado. Una avalancha de votos que, a pesar de los espectaculares resultados cosechados por Ciudadanos, acabó por rescatar a los partidos nacionalistas. Bien. Decíamos que elecciones y en jueves. De eso va esta pieza. De preguntar a la gente cómo resolverá el jeroglífico para casar trabajo y voto. Claro que en Cataluña están acostumbrados a sortear mal que bien los días históricos y las fechas señaladísimas.

Así, en la pescadería Peix de Platja Olivé (Pez de Playa) saluda una escuadra de peces plateados y lustrosos. Vacía porque ya es tarde, atienden al viajero sus dos empleados, Ramón y Jaqueline. Ninguno parece apurado. El primero porque «los jueves libro por la tarde, así que nada, ningún problema, y está bien, porque no vivo aquí, no vivo en Barcelona, y si no librara el jueves entonces sí que sería un lío, como imagino que le sucederá a todos los que trababan aquí pero tienen que votar en Gerona, etc».

Jaqueline votará por la mañana, aunque reconoce que «en algunas empresas pequeñas, como la de mi marido, sí les están poniendo pegas». «Es que para las empresas, sobre todo si son pequeñas, sí es más complicado», añade Ramón. El viajero sale de rumbo al bar que le recomendó una amiga. «El Escocés». Hogar de los más fastuosos pepitos de ternera que este forastero haya catado en su larga y lastimosa vida de peregrinar barras. Un bar de gama alta, tradicional, sobrio. De esos que abandonas sacudiéndote unas migas imaginarias de la chaqueta y con la sonrisa de un lord satisfecho. El pepito, sí, es tremendo. Antonio, uno de esos camareros con americana blanca y maneras de profesional muy curtido, escucha las preguntas y se encoge de hombros. «Nada. Cero preocupaciones. Nosotros hacemos turnos. Así que unos votaremos por la mañana y otros por la tarde». «Mañana hay que ir a votar », le secunda un compañero, «y luego ya que gane quien sea, pero hay que votar». «Lo que no entiendo», tercia Antonio mientras retira un botellín de Coca-Cola, «es que la ley permita que si gana un partido luego no pueda gobernar, que los demás se unan en contra. Eso no pasa en otros países. El más votado, aunque sea por un voto, gobierna. Aquí no, y vamos a estar paralizados durante años. ¿Usted cree que si gana Ciudadanos le dejarán gobernar? ¿Verdad que no? Pues eso».

«Votaré por la tarde», explica José Luis, psicólogo clínico, mientras apura un cafelito al aire libre en una terraza de un parque. «Antes no puedo, tengo pacientes. ¿Que si habrá dificultades? Claro. Para algunas personas será muy complicado, incluso con las cuatro horas que te corresponden, y es posible que por eso baje la participación». Por la calle, aparcado bajo un semáforo de forma provisional, Eduard, autónomo, empresario, espera a su esposa. A él no le supondrá un problema. Y dejará a sus empleados «el tiempo que necesiten». Elena y María José, que pasean a un perro en la plaza de Ferrán Casablancas, comentan que ninguna de las dos trabaja. «Pero», dice María José, «no me parece bien que se vote en los colegios. ¿Qué va a hacer la gente con los niños si cierran los colegios? Por qué no han buscado sitios alternativos, no sé, centros cívicos por ejemplo».

De todos las personas a las que aborda el viajero, sólo una le explica que no votará. «No, no lo haré», mastica Jordi, «Que lo resuelvan ellos, que lo montaron». Por si faltaba alguien para completar la dudosa pretensión de sacralizar esta pieza como retrato sociológico, su amigo de tertulia, David, admite encontrarse en el pelotón de los muy indecisos. «No se si votaré todavía», comenta, «y no tengo claro a quién».

El viajero sigue a lo suyo. Importunando con mano izquierda a los peatones. Tomando notas. Sonriendo. Pero ni todas las sonrisas del manual sirven para que alguien, si quiera una persona, pose ante el fotógrafo. Curioso: en la era del ombliguismo en redes sociales y el narcisismo del selfie, cuando millones de personas retratan sus días y costumbres, sus paseos, dudas, cenas y bostezos, resulta imposible encontrar a alguien dispuesto a que le saques una foto para un reportaje. Lejos del ánimo del viajero jugar a sociólogo, pero algo parece decir del clima que se respira en Cataluña ese afán por no señalarse, por no destacar, porque nadie sepa o diga o murmure. Aunque sólo te intereses por la logística del voto entre semana.