Elecciones catalanas

La rumba catalana prende

Ni rastro del arquetipo independentista de una España lúgubre e inculta. Ayer en Barcelona había mucha fiesta, mucho sentido del humor y una gran vitalidad.

Cientos de miles de personas se concentran en el Paseo de Gracia de Barcelona, en la manifestación convocada hoy por Societat Civil Catalana. EFE/Javier Etxezarreta
Cientos de miles de personas se concentran en el Paseo de Gracia de Barcelona, en la manifestación convocada hoy por Societat Civil Catalana. EFE/Javier Etxezarretalarazon

Ni rastro del arquetipo independentista de una España lúgubre e inculta. Ayer en Barcelona había mucha fiesta, mucho sentido del humor y una gran vitalidad.

Durante las últimas décadas, el catalanismo ha intentado imponer el estereotipo de que todos los catalanes que encontraban simpática la idea de España eran algo así como unos tipos lúgubres, incultos, matones, incapaces de debatir y razonar. Pero ningún arquetipo de ese estilo se veía ayer entre los asistentes a la manifestación de Barcelona. Lo que había es mucha fiesta, mucho sentido del humor y una vitalidad remarcable.

Un grupo de gente que no eran precisamente niños se había permitido la humorada de venir vestidos con faja, barretina y la bandera española a modo de capa. Antes de empezar la marcha, ya se ponían a bailar una sardana envueltos en la rojigualda. Algo llamaba la atención en los grupos aledaños a los laterales y es que se bailaba mucho. No parece mala estrategia convertir la preocupación en alegría. Cierto es que el tiempo acompañaba, ofreciendo una esplendorosa mañana de octubre con un cielo azul luminoso y temperaturas muy agradables, pero es que además el europeísmo catalán se gustaba. Se nota que ha aparcado por fin sus complejos y eso le inyectaba una euforia impensable hace poco.

Sobre la una se supo que la manifestación ya era «trending topic» mundial. Estaba hablando en ese momento Teresa Freixas, con una prosodia diáfana y unos argumentos precisos. La audiencia aparcaba la euforia para escuchar cuidadosamente a una catedrática de pelo blanco. Parecía gustarles esa dicción calma y contundente porque yo diría que estaban enfadados (por haberse intentado suplantar su voluntad democrática) pero no por ello deseaban caer en el revanchismo de la pedagogía del odio. Un chaval joven me comentó que él estuvo en la manifestación de protesta por los golpes de la policía pero que también quería estar aquí. En general, se veían más ganas de bailar que de linchar a nadie. El sentido del humor ayuda en ese sentido: en cada una de estas convocatorias hay una colección nueva de chistes. El mejor que oí era el que llamaba a Pilar Rahola el Paquirrín de TV3. Será cruel en lo que a crecimiento volumétrico de la tertuliana se refiere, pero expresa muy bien cómo los catalanes piden que, en los medios, el debate político tenga unas formas más elevadas que las simplificaciones demagógicas y populistas de la telebasura. La opinión general era que a ver cuándo se la lleva la grúa.

La Cataluña silenciosa parece que se está articulando y lo está haciendo en torno a unas ideas transversales pero muy concretas. Se notó cuando hablaba Félix Ovejero y ponía el énfasis en algo que hasta hace poco era tabú: el ingrediente supremacista que siempre ha latido en el fondo del catalanismo, como si sólo por el hecho de ser catalanes fuéramos mejores, más listos o más civilizados que otros. Ovejero reivindicaba la humildad, el mestizaje, la mezcla y la diversidad democrática como punto de partida de una nueva catalanidad para el futuro, o sea la posibilidad de mezclar lenguas y banderas sin problemas. Lo que estaba pidiendo es que toda una sociedad cambiara de manera de pensar y sorprendía cómo la multitud escuchaba y absorbía con atención argumentos que hasta hace poco eran considerados muy complejos. Quizá era porque la sencilla visualización de la mezcla de banderas hacía ese panorama por fin asequible.

Sobre la una y media intervino Josep Borrell y fue el momento álgido de los discursos. El leridano tuvo un día brillante, suelto y coloquial. La gente gritaba «¡Votarem!», dando la vuelta al eslogan de los separatistas esta vez con garantías y sin pucherazos. A las dos todo había terminado pero la gente no se iba. Me acerqué hasta la sede de la Generalidad y presencié la peor pesadilla que podía aquejar al independentismo: banderas españolas paseándose otra vez con naturalidad y pacíficamente por la Plaza Sant Jaume. La organización cifraba la asistencia en un millón trescientas mil personas, la Delegación de Gobierno en un millón cien mil y Ada Colau, desde el caserón de enfrente, en sólo trescientas mil. Cuando volví a la confluencia de Paseo de Gracia con Gran Vía, la gente no se había ido al final del acto, sino que permanecía bailando incansablemente. El ambiente tenía un aire de soleado festival veraniego. Probablemente era debido a que alguien de la organización había tenido la inspirada idea de programar tras el final, por la misma megafonía que había servido para el acto, una selección inacabable de rumba catalana a todo volumen: Peret, Los Manolos, el «Amigos para siempre» arrasaban. La gente no se iba.

El constitucionalismo se articula y encuentra de una manera natural su banda sonora, que es lo mejor que le podía pasar. Porque el ritmo de rumba permite pasar con naturalidad de Peret a Manolo Escobar, de Los Manolos a la Pegatina, todos mezclados en su diversidad por el hilo conductor de un patrón rítmico que permite una base común. Y es que, en los días anteriores, cuando los organizadores buscaban apoyos y participantes, no tuvieron problemas para encontrarlos entre los académicos e intelectuales, pero no sucedió lo mismo con los artistas. Muchos estaban a favor del acto, pero no querían mostrarlo en público, porque temían perder parte de su público, que les montaran un lío otro día en algún escenario de los que pisan o que cargaran contra su prestigio los medios públicos regionales. Lo cual habla a las claras de las maneras que se esperan de cada opción política. Algunos ni siquiera descolgaban el teléfono, temerosos de lo que se les iba a pedir.

Pero, finalmente, eso ha sido lo mejor que podía pasar, porque la expresión vital de la gente que se quedó a bailar emergió de una elección natural y popular. Nadie les impuso un artista litúrgico desde el escenario y eso hizo la música más suya. Podían haberse ido a casa tranquilamente cuando acabó todo. Pero les atrapó el ritmo de la rumba mestiza para expresar su alegría, lo que son y lo que quieren ser.