Cataluña

Para los nacionalistas son «Los otros»

La Razón
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Vagabundear estos días por Cataluña es una experiencia chocante pero enriquecedora. La región sigue siendo muy paseable aunque, de fondo, se nota ese runrún de la extravagante situación creada por su delirante política autonómica: una situación extremista tratada en baja intensidad, por así decirlo. Es cada día más plausible la sospecha de que la zona habría estado gobernada durante las tres últimas décadas por una organización criminal de carácter familiar. Los restos de esa red empujan con fiereza y prisa para conseguir un brutal cambio político, una independencia jurídica que les permita eludir el peso de la ley. Se proponen declaraciones altisonantes, todas de muy poca credibilidad democrática. En sede parlamentaria se grita, se canta y se excluye (siempre con alguna extremidad en alto, gesto característico de lo totalitario). Ahora bien, fuera de esos lugares manicomiales, en la calle, la gente ni grita, ni levanta la voz, sino que habla sosegadamente y expresa su perplejidad e inquietud por tanta mamarrachada institucional. Lo compruebo al acercarme a Barcelona y hablar con habitantes de diferentes edades y profesiones. Es cuando el periodismo se convierte en tarea deliciosa: andar por el mundo, escuchar a sus gentes, observar sus conductas y dar noticia de ello.

A Francesca Minguella la encuentro un sábado por la mañana en la Plaza Letamendi, a espaldas de los acogedores muros novecentistas de la Universidad Central de Barcelona. Esa zona ha experimentado una notable revitalización en los últimos tiempos. Muchos lugares agradables en poco espacio: restaurantes, galerías, bares con encanto, tiendas de moda y de diseños cool. Es como si aquella Barcelona del Borne de hace algunos años hubiera huido hasta aquí para escapar de la siniestra sombra del viejo mercado, convertido en un santuario a la patria como maquinaria de sacrificios humanos. Francesca lo llama «el adoctrinamiento sobre el “Kingdom of Catalonia” dirigido al lumpen turismo que invade la ciudad». Ella vivió el último franquismo y, tras pasar por el Sindicato Democratico de Estudiantes, empezó desde muy joven a implicarse en los movimientos vecinales del barrio de Sarriá. Fue amenazada por el nacionalismo franquista. Por aquel entonces, miraba al catalanismo como posible motor de progreso. Como forma de oposición a lo franquista, prefería leer poetas que escuchar políticos. «Entonces, lo que queríamos era vivir en democracia, no vivir de la democracia, dice. Puso en marcha el Institut Català de Finances y se dedicó a las cuestiones culturales, pero volvió a ser amenazada por defender la libertad en esos temas. Esta vez la amenaza vino del nacionalismo catalán. Le pareció intolerable. Ahora se nos dice que la sociedad civil debe reaccionar contra estas coerciones, comenta, pero yo voy más allá y digo que han de hacerlo los políticos, que para eso les pagamos. Que no pretendan que nosotros hagamos gratis su trabajo».

Le pregunto cómo ve que, para esa tarea, haya sido escogida presidenta del Parlamento autónomo una persona de reconocida parcialidad, célebre por emitir en público barbaridades sectarias propias de alguien que no anda muy bien de los nervios. «No es nada nuevo», me contesta, «ya lo ha presidido una persona de actitudes más que discutibles como Heribert Barrera, o el muchacho aquel de ERC que se tuneaba con dinero público el coche oficial para ir cada día a Reus y fichaba en tertulias mediáticas de fútbol». Se refiere, indudablemente, al auxiliar administrativo Ernest Benach, del tripartito. «La cultura es la gran víctima de todo esto, como en todo totalitarismo. Solo hay castellers y balls de bastons. Coros y danzas, como en el franquismo. No hay programación importante e internacional en los museos y donde iba a construirse una biblioteca gigantesca hay un sonrojante Valle de los Caídos de bajo presupuesto que es el Borne».

Del whiz chispeante de Francesca Minguella paso a la tranquilidad reflexiva de Antonio Robles. Con él prefiero quedar en la parte Sur de la Costa de Barcelona. Entre Sitges y Comarruga. La juventud de Antonio coincidió con la Transición. Ha dedicado toda su existencia a enseñar filosofía y vivido gran parte de esa vida (tres décadas) junto a la basílica de la Sagrada Familia. Hace unos años, al comprobar la deriva de la izquierda catalana hacia el nacionalismo, fundó un partido (Iniciativa No Nacionalista) y terminó como primer secretario general de Ciudadanos y diputado autonómico. Le pregunto cómo ve el caos de su antigua casa.

«Yo soy relativamente optimista, me asegura. Por primera vez, el nacionalismo tiene adversarios frontales: el Estado, el mundo intelectual, muchos medios, parte del mundo empresarial. Hasta la fecha habían estado ausentes. El nacionalismo había avanzado tanto y con tanto descaro por la omisión general». Le pido que concrete en qué debería plasmarse esa presencia del Estado y Antonio apunta: «Hay dos generaciones de jóvenes adoctrinados en las escuelas y la tele de la Generalidad que se han creído a pies juntillas el relato victimista del catalanismo: un relato sobre una España maltratadora y cutre que ha expoliado y perseguido a una Cataluña culta y democrática. Por eso no hay que dejar pasar ni un documental más de propaganda independentista en TV3 sin replicarlo con un documento neutral, desenmascarador, con más medios y mejor hecho. Al fin y al cabo, España es un Estado, y un Estado ha de defenderse. Porque esas dos generaciones están emocionalmente atrapadas en esta épica, y son sinceramente éticos en su reivindicación, dado que para ellos el relato es real. Los culpables son sus padres, que les han mentido, es decir, Jordi Pujol y todos los que han colaborado conscientemente a construir el relato».

Pregunto si toda esa algarada podría desembocar en conflicto callejero y la visión de Antonio, conocedor de sus paisanos, es muy interesante: «En una primera fase podría darse lo que llamaríamos disturbios DisneyCat o Club Super Tres, por ponerle algún nombre» (el Club Super Tres es un programa infantil de TV3 que propone cada año grandes concentraciones). «Asistiremos a constantes movilizaciones en la calle para chantajear cualquier decisión del Estado que neutralice o penalice incumplimientos legales. Siempre serán los mismos. Prietas las filas. Si la policía pretende detener a un alcalde por incumplir la Ley, aparecerá una cadena humana DisneyCat que rodeará el Ayuntamiento intentando impedirlo y buscando las imágenes que retroalimenten el victimismo. Vivimos en un delirio obsesivo compulsivo con estética democrática y acciones fascistas. Es el fascismo postmoderno: actuar como verdugos de la democracia, pero presentándose como víctimas. El peligro es que, en una segunda fase, cualquier chispa sea suficiente para que unos jóvenes narcisistas educados en la impunidad contra las leyes, y sin que nadie les haya puesto límites a sus ideales políticos, prendan una cadena de violencia que no deberíamos descartar. Sin descartar tampoco que una minoría de la otra parte, que por suerte y sensatez ahora no existe, surja harta de tanto abuso». La clave, por tanto, estará al fin y al cabo en los jóvenes. Y por eso voy a buscar entonces a uno de ellos en el barrio de San Gervasio. Eduardo Soto tiene 24 años y vive allí después de haber crecido en el barrio de Gracia, haber estudiado Económicas y empezado a trabajar en una farmacéutica. Lo más llamativo y esperanzador es que, a pesar de ser joven y apasionado, no parece proclive a las conductas inflamables.

«La gente en Cataluña es, en general y al margen de la ideología, educada y pacífica,–me comenta– aunque sí que hay ciertos grupúsculos radicales de los que uno no sabe qué esperar. Para mucha gente, el nacionalismo ha sido la nueva ilusión de sus días, y cuando sus aspiraciones se vean truncadas no sabemos cómo van a reaccionar».

Le pido que me califique con una nota la calidad democrática de la actual política catalana y me contesta que un suspenso: «El mero hecho de tirar adelante un proceso de ruptura sin contar con la mayoría de votos de los habitantes de Cataluña (¡ni si quiera buscan una amplia mayoría!) habla por sí solo. La calidad democrática, no sólo de la vida política sino de gran parte de la sociedad catalana, también es para ponerla en cuestión. Lamento, en las conversaciones con amigos y conocidos que son independentistas, el bajo nivel, en general, del debate. Partiendo de tesis como la del derecho a decidir, aceptadas sin espíritu crítico, es muy difícil edificar una conversación intelectual. El hecho de que se meta tanto sentimiento de por medio no permite el distanciamiento para hablar realmente de las cosas».

Así piensan hoy mismo unos catalanes a quienes los separatistas no dudarían en llamar «los otros». En Cataluña, los números muestran que hay un empate técnico innegable y no parece que vaya a cambiar en breve. Pero el insulto, el sectarismo, la descalificación, las trampas a la democracia, el desprecio a la Ley y la xenofobia de perfil bajo, está dándose, desafortunadamente, con más frecuencia en uno de los dos bandos. De una manera paradójica, es precisamente en aquel que creía tener el bien de su lado. Por eso, la batalla moral se está decantando, poco a poco, con un efecto rebote que deslegitima a quien no respeta a los otros. La autoridad moral, que el victimismo había querido monopolizar para los nacionalismos sojuzgados por el franquismo, está cambiando de lugar, lenta, imperceptiblemente. Buena noticia para todo demócrata.