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Tres kilómetros para celebrarnos

Tres kilómetros para celebrarnos
Tres kilómetros para celebrarnoslarazon

Más o menos a la misma hora en que en Maracaná se arriaba nuestra estrella, la Gran Vía se vestía de rojo y gualdo como para recibir a los viejos campeones de Johannesburgo.

Más o menos a la misma hora en que en Maracaná se arriaba nuestra estrella, la Gran Vía se vestía de rojo y gualdo como para recibir a los viejos campeones de Johannesburgo. Visto lo visto en Río, alguien debió de pensar que no estaba la cosa para fiestas. Pero si, como opinan los psiquiatras, aceptarse es la base de la felicidad o al menos la primera piedra del andamiaje, quizás aún no es tarde para este país, que viene negándose a sí mismo aproximadamente desde la toma de Granada. Pues los españoles amanecieron ayer reconciliados con su Selección (la de siempre, la del solemne batacazo) y se acostaron habiendo revalidado en paz y sin histerias su tradición monárquica. El pueblo de Madrid (y de una grandísima parte de lo que queda fuera de la M-30, venida ex profeso) dio un ejemplo de saber estar ante un Rey que se les presentó a cuerpo descubierto (torero si cabe) frente a los leones del Congreso. Allí le aguardaba una multitud prudente, la que buenamente cabía en una zona extremadamente acotada...y un señor de Barcelona que vino a no aplaudir. Artur Mas observaba con mirada revisionista y ánimo apocado una boda en la que no era el novio. Resignado, le llovían vivas a España y al Rey... él, que había venido a hablar de lo suyo. En el edificio de Groupama, sonaba un carrillón alegre, solapado con la música militar y los vítores.

La real comitiva emprendía la marcha en sentido decreciente con escrupuloso aprecio por la normativa de tráfico. Sea la puridad de los técnicos de Tráfico o el sentido histórico e historicista de los diseñadores del recorrido, Felipe VI, que pudo haber tomado las de villadiego por Sol y Mayor, se dirigió afortunadamente hacia el Madrid isabelino (Cibeles, Alcalá...), plagado de resonancias de una España liberal y constitucionalista. En Neptuno, el dios de los atléticos (que desde ayer cuentan con un Rey que cojea de lo mismo), la masa ya le hacía costurones al corsé policial. Al fondo, los Jerónimos y el Prado, el Ritz y la RAE... Dios, el arte, el dinero y la lengua...

Paseo del Prado adelante, Felipe VI se sostenía en pie sobre el Rolls con aplomo de Capeto: su código genético lleva más de 10 siglos reinando por él. Como a su padre, lo escoltaba la Guardia Real, de gala; a diferencia de él («el breve» le llamaban), lo acompañaba un pueblo menos suspicaz que el de aquella España expectante del año 75, apenas muerto el Caudillo. Casi 400 efectivos de un batallón mixto se repartían el recorrido para presentar armas a su Capitán General, mientras que la Policía hacía el «trabajo sucio»: velar de cara al público y a espaldas del espectáculo por el buen funcionamiento del evento.

En pantalla grande

En Cibeles lo esperaba un buen puñado de sagaces que no querían perderse el giro de su Rey hacia el edificio Metrópolis. Como los capillitas sevillanos que aguantan carros y carretas en su esquina predilecta, llevaban horas haciendo espera y jugándose la lipotimia con tal de verlo desaparecer dentro de un cuadro de Antonio López. Hiperrealismo para el ojo y el visor. Pues si de algo no prescindió el gentío fue del smartphone. La cosa alcanzó puntos de locura en la Gran Vía. El ensanche que abrió el bisabuelo de Felipe VI hizo las veces de bombonera. Rebotaban entre los vetustos rascacielos los ánimos del público congregado, que, más que corear una consigna uniforme, le jaleaba como a un deportista que parte o regresa de la gloria. Una Gran Vía sin tráfico, veladores ni papeleras. Una Gran Vía inusual. La llegada de Felipe se seguía en cinemascope en Callao. El pantallón del mítico cine retransmitía desde temprano la señal institucional y el metro cuadrado se cotizaba.

La plaza de España fue el último de los puntos calientes de un recorrido de tres kilómetros en el que el Rey no paró de agitar la mano con ademán regio, mientras Doña Letizia saludaba sentada, como manda el protocolo. La comitiva discurrió frente a la estatua de Don Quijote y Sancho, rodeada por la multitud. Poco antes, frente a Sus Señorías y culminando ya su discurso, Felipe VI le había robado al hidalgo de La Mancha una de sus frases más repetidas: «No es un hombre más que otro si no hace más que otro». Por lo pronto, Su Majestad logró concitar ayer la adhesión del pueblo, que se echó a las calles para vivir un Corpus atípico, histórico, aunque sólo sea por que en Madrid no chirrió escuchar vivas a España.