Barcelona

Younes, el «chulo» de Mrirt que presumía de moto y mujeres

Aficionado al alcohol, asiduo a las prostitutas y fanático del motor. Así recuerdan en la localidad marroquí al joven que arrolló con una furgoneta a 13 personas en Las Ramblas

Younes Abouyaaqoub
Younes Abouyaaqoublarazon

Aficionado al alcohol, asiduo a las prostitutas y fanático del motor. Así recuerdan en la localidad marroquí al joven que arrolló con una furgoneta a 13 personas en Las Ramblas.

Mrirt. Un lugar apenas pronunciable que desde el atentado perpetrado en Barcelona ha cobrado triste protagonismo. Cuando uno atraviesa casi 400 kilómetros desde Casablanca para conocer este territorio del que son originarios cuatro de los terroristas: los hermanos Abouyaqoub y los Hichamy, no puede dejar de pensar en las palabras del padre de quien no dudó en arrancar una furgoneta para llevarse por delante a 13 personas y dejar un centenar heridas, Younes. «Era un chico normal, estudioso, trabajaba, ganaba su sueldo...». Dos días después, al abandonar esta pacífica tierra, en su origen nómada y bereber, y despedirse de la inmensidad de los montes del Atlas, piensa uno si no hubiera preferido quedarse con la incógnita ante la información recabada. Younes, el «normal» y predicador de los valores del Islam, entre otras cosas bebía alcohol antes de radicalizarse, se iba de prostitutas –tanto en Barcelona como en las playas de África, principalmente en Tánger, «donde hay mejores chicas»–, era un fanático del motor y su mayor ilusión era ganar mucho dinero para tener un coche muy potente y fardón. La última vez que estuvo en el pueblo, en abril de este año, llegó en una Suzuki y recorrió todo el pueblo para que vieran cómo volvía un triunfador que regresaba de la España a la que llegó con siete años con sus hermanos, siguiendo a unos padres que no tenían qué comer. Y uno prefiere no saber por qué las piezas que se van uniendo presentan una realidad tan simple y ridícula como trágica.

Al llegar por primera vez a Mrirt, mientras el coche entra en el pueblo de 50.000 habitantes, van apareciendo bajo la mirada atónita del recién llegado –sin invitación– restaurantes llamados desde «Sevilla» hasta «Café de París», rotulados en español. Terrazas del polvoriento territorio se suceden llenas de hombres tomando té y charlando, mientras las mujeres ataviadas con vestidos largos y velos de llamativos y alegres colores prefieren ir a los mercados y jugar con los niños. El ambiente es de absoluta tranquilidad bajo los más de 30 grados implacables del sureste de Rabat a las ocho de la tarde, cuando este pueblo principalmente agrícola descansa de su jornada. Exclamaciones contundentes se escuchan desde una sencilla edificación blanca, flanqueada por coches, muchos con matrículas de Valencia, Zaragoza... Al entrar, alrededor de 50 hombres plantean en un incomprensible amazigh, lengua bereber, sus argumentos para intentar entender por qué ha pasado algo así en Barcelona. «Nosotros somos gente muy abierta, pacífica, muchos ni siquiera vamos a las mezquitas», empieza a contar el más lanzado a la periodista, que va apuntando gracias a la ayuda de una traductora árabe. Rápidamente interrumpe un agente de Policía secreta para requisar el pasaporte y el carnet del medio. Las preguntas se suceden sin parar hasta que queda satisfecho, y durante los dos días y medio de estancia los servicios secretos estarán pendientes de cada movimiento, siguiéndolos desde los coches. Es un momento muy delicado en Marruecos, y cualquier agresión a un extranjero podría cobrarse muy caro.

Pero en Mrirt no se respira agresividad. Se respira dolor cuando se estrecha la agrietada mano del tío de Younes, dueño de un pequeño comercio de pan, y éste explica que no quiere hablar. La gente, cuando percibe el «son de paz» del intruso y se fia, muestra su cara más amable, como si cada gesto significara en realidad una demostración de que el terrorismo no pertenece a ese pueblo. Un padre ataviado con una túnica insiste para que se tome un té en la boda de su hija que están celebrando bajo una carpa de tela, mujeres sonrientes cuentan cómo se están preparando los bailes de la fiesta del Ahidousse... Poco a poco estas personas van adentrando al no invitado en las entrañas de su pueblo, hasta conocer la vida de estos jóvenes terroristas, principalmente la de Younes. Este periódico ha estado en contacto con un familiar que prefiere permanecer en el anonimato, y que regenta un comercio de venta en Mrirt. «Antes de ir a España ya se veía que era un chico muy inteligente. Con sólo cinco años observaba cómo trabajaban los mecánicos, y luego pedía a los mayores que le dejaran hacerlo a él». Pronto le perdió la pista, ya que dos años después abandonaría Mrirt para cruzar el mar con su familia hacia España –en el pueblo no pocos aseguran que en patera– y asentarse definitivamente en Ripoll junto a sus padres y hermanos. Haman Essbaiy, abogado que estudió la carrera en una universidad a 70 kilómetros de Mrirt, tuvo mucho trato con ellos en España, donde trabajó y volvió con una novia española. Porque casi 7.000 marroquíes de la zona son emigrantes españoles, que si prosperan en la tierra prometida vuelven con ingresos para montar sus restaurantes con nombres españoles, y traen sus vehículos adquiridos en la península. Cuenta Essbaiy que los padres Abouzaqoub, analfabetos, hacían trabajos forestales él y fregaba los platos en los restaurantes ella, pero que no se integraban con los autóctonos al no hablar español ni catalán. «El padre no iba casi a la mezquita, le gustaba tomar vino y jugar a las máquinas». Los hijos crecieron siendo testigos de esta falta de integración mientras por los ojos de Younes entraba la forma de vida occidental. «Yo creo que son chicos muy manipulables porque los radicales les dicen que la culpa de que sean pobres la tiene occidente. Ellos ven cosas que les gustan y que no pueden tener, son blanco fácil. Seguro que el imán de allí les decía que dar la vida por el Islam purificaría sus pecados, y cosas así».

Muchos pecados para ser una persona que ha dado la vida por los valores que nunca cumplió. Younes trabajaba de «electromecánico», dicen aquí, y cobraba 1.700 euros, asegura el familiar anónimo que le contaba a través de los mensajes de whatsapp. Mientras enseña los mensajes en árabe en su móvil, entra en el apartado de fotos para mostrar imágenes de él con Omar y Mohamed Hichamy en un chiringuito de una playa española comiendo sardinas con vino blanco. O de Houssaine, el pequeño Abouyaqoub, sujetando sonriente una oveja muerta por las patas en su piso de Barcelona por la fiesta del animal que los musulmanes celebran, y que mantienen la tradición en la ciudad. Pero del mayor no tiene ninguna, las ha borrado. «Yo he ido de viaje con él, el plan que más le gustaba era ir a las playas y estar con chicas. Hablaba de eso y de coches, le gustaban los deportes y todas las mañanas hacía pesas». En definitiva, si de algo presumía Younes era de no tener la mente ocupada con los versos del Corán antes de su radicalización. «Cuando vino en abril este año, lo primero que hizo fue enseñarme la moto que se había comprado y que trajo desde España».

Esa fue la última vez que le vio su familia antes del atentado, sin que levantara sospechas. Creen que se radicalizó al volver a Madrid. «Durmió con mi abuelo como siempre, no hizo nada raro». Tampoco notó nada su madre cuando, dos días antes de que arrasara inocentes por la calle, la llamó y le dijo que se iba a ver a un amigo en Francia porque tenía vacaciones, como cualquier chico «normal».