Familia

Las consecuencias devastadoras de tener una madre que no te quiere

Una madre que no nutre de amor incondicional “fabricará” un adulto lleno de problemas

Las consecuencias devastadoras de tener una madre que no te quiere
Las consecuencias devastadoras de tener una madre que no te quierelarazon

Una madre que no te quiere o que lo hace a cambio de que seas como ella imaginó, que está ausente, que garantiza una educación machista a sus hijos perpetuando roles... las consultas de los psicólogos están llenas de adultos que no curaron la profunda herida que una madre que no ama de manera incondicional, genera.

El vínculo amoroso entre madre e hijo/a nos resulta natural e incluso sagrado, y nos cuesta aceptar que haya madres que no quieren a sus hijos. Pero esta situación es real. Se trata de mujeres que han llegado a la maternidad sin deseo, por obligación familiar o social, por exigencia de la pareja, por accidente o por otras múltiples causas. Estas madres no han encontrado la manera de integrar este nuevo rol en su vida, en el caso de ser primerizas, o a ese nuevo bebé en su corazón, si ya son madres de otros hijos.

Conozco a muchas madres de familia numerosa que adoran a unos hijos y desprecian a otros. Otras muchas que no pudieron asumir al último bebé de una larga sucesión de partos y, agotadas de maternar, lactar y criar, entregaron ese bebé a las hermanas mayores para que se encargaran de él, abandonándolo. Mujeres que se ven obligadas a renunciar a su carrera o a sus deseos personales porque la pareja quiere tener hijos ya, o porque la familia presiona para que el matrimonio “dé frutos”, y que luego no pueden manejar la frustración de la renuncia a sí misma que requiere el papel de madre en los primeros años. Esa frustración se proyecta en el bebé, que nunca será lo suficientemente bueno, guapo, listo o amable, porque si lo fuera, ella sería capaz de quererlo y no estaría tan frustrada.

Estas situaciones nos podrían llevar a demonizar y culpabilizar a estas mujeres que no quieren a sus hijos. Caeríamos en el juicio fácil y no veríamos que esta falta de amor materno es la punta del iceberg de una cadena de desamor. Si las mujeres fuéramos amadas y respetadas en nuestra libertad de elección, si fuéramos apoyadas en nuestros partos y crianzas, tendríamos menos hijos sin deseo y podríamos afrontar con más energía disponible el cuidado de éstos. Así disminuiría poco a poco esta gran cadena de desamor.

El primer trabajo para romper esta cadena es curar la propia herida con nuestra madre, ya que así nos amaremos más y mejor, y amaremos más y mejor a los demás.

La relación con la madreo con la persona que realiza la función materna, marca la relación íntima con uno mismo.La función madre es aquella que nos acoge desde que somos concebidos, dados a luz, alimentados, abrazados y protegidos. Esta función habitualmente la realiza la madre biológica, pero la pueden ejercer otras personas de nuestro entorno (abuelos, tías, hermanos, vecinas). A través de lo que recibimos, nos cargamos de amor incondicional hacia nosotros y nuestro corazón se va nutriendo. Nos programa para el autocuidado, la autoestima y la autoprotección y nos abre a la empatía con los demás y a poder sentir amor hacia nuestros iguales y ser amados por otras personas. Las diferentes carencias que suframos dejan estos mecanismos emocionales y psicológicos vacíos de la sustancia necesaria para relacionarnos de una manera amorosa con nosotros y con los demás.

Hablamos de amor y no de si te han dado de comer bien o te han llevado al mejor colegio. No se trata de las cosas que te han dado, sino del amor incondicional que has recibido por venir al mundo y existir. Desde que nacemos necesitamos recibir amor para poder sobrevivir. Si no hay amor nutritivo disponible en nuestra madre, nos enganchamos a cualquier sucedáneo que haya disponible, haciendo todo lo posible para recibir aunque sean migajas. Cuando el amor es condicional se produce una herida profunda y se ponen en marcha los mecanismos de supervivencia y adaptación que tenemos desde bebés para que nos amen.

Estos mecanismos que nos salvaron de la muerte emocional en la niñez se convierten en armas de autodestrucción internas en nuestra vida adulta. Así es como nos convertimos en adultos que no saben lo que necesitan o nos vinculamos con otras personas que nos ignoran o nos maltratan y que sustituyen el contacto real y bueno que necesitamos. Desde bebés aprendimos a renunciar a ser acompañados por nuestra madre en nuestro llanto y en nuestra necesidad de contacto amoroso porque ella no estaba disponible para nosotros. Por eso de adultos asumimos el maltrato como algo natural.

También hemos podido ser niños atendidos sólo cuando estábamos guapos, limpios, nos portábamos como ellas querían y hacíamos las cosas bien. Cuando cumplíamos con todas las normas que nos imponían éramos exhibidos como un éxito de nuestras madres. Esta herida nos lleva a ser adultos pendientes de la mirada externa, de lo que los demás necesitan de nosotros y del qué hay que hacer para recibir aprobación. Perseguiremos la perfección y el éxito, odiándonos en nuestros errores y fracasos para tapar el agujero que nos dejó una madre que no nos dio amor gratis nunca.

En relación a cómo fuimos nutridos, aquellos que de niños fuimos alimentados con horarios y normas sobre la cantidad qué debíamos comer, tuvimos que esforzarnos para dejar de escuchar las señales de nuestro cuerpo. Tuvimos que ignorar lo que nos gustaba llevarnos a la boca y lo que no y nuestra madre decidió por nosotros cuándo estábamos saciados. Teníamos que cumplir con aquello de “hasta que no termines, no te levantas” y de adultos nos encontramos con que tragamos sin darnos cuenta vivencias, emociones, relaciones, sin saber cuándo estamos llenos. Todo esto, seguramente, nos haya predispuesto a algún tipo de adicción legal o ilegal.

Quienes crecimos con una mamá robot que nos alimentaba, limpiaba y vestía como a cosas, sin vernos, ni ser afectuosas y empáticas con nosotros, de mayores nos sentimos como cáscaras vacías. No podemos sentir empatía hacia lo que nos ocurre ni hacia los demás.

Nuestra herida va a ser diferente según en qué momento nuestra madre dejó de sentir amor incondicional por nosotros. El daño es mayor cuando aquella madre que nos trajo al mundo no pudo nunca o casi nunca querernos. En ese caso dependemos de cuánta función materna había disponible en nuestro entorno. Conozco a muchos adultos salvados por una abuela, una tía o una hermana (casi siempre son mujeres, sí), que ejercieron en su infancia una función madre poderosa que anestesió al niño ante el dolor del desamor, aliviando la herida de una madre que no les quería. Algo parecido a lo que sucede conlos niños huérfanos que son adoptados y crecen en familias amorosas. En todos estos casos, la cantidad de amor incondicional marca la diferencia entre alguien con agujeros en su personalidady cuyamáquina de querersehaquedado dañada,yalguien con una máquina de amor engrasada y funcional para ella misma y para los demás.

Una de las formas más dañinas de desamor o amor condicional es la que ejercen las madres según si eras niña o niño al nacer. Pueden ser madres con fuertes valores machistas que intentarán que su hija o hijo encaje en el traje de mujer u hombre tradicional, sin preocuparse por lo que realmente son. Las hay que pueden amar a las mujeres pero no a los hombres y verán en su hijo a un futuro hombre odiado, o viceversa. Los hombres que de niños tuvieron prohibido llorar, tener miedo y fueron forzados a aparentar una valentía para la que eran aún muy pequeños, tienen dificultades para acoger su dolor ante las pérdidas o darse permiso a sentirse vulnerables y con miedo. Son hombres con el corazón secuestrado por una madre que nunca vio a un niño en ellos, y les exigió ser un hombrecito vacío y sin necesidades. Los adolescentes que fueron odiados por su género, serán hombres que desconfiarán de las mujeres ante el riesgo de volver a ser rechazados y abandonados, llegando incluso a odiarlas. O las buscarán incansablemente intentando sustituir el amor perdido de la madre saltando de pareja en pareja.

Se habla poco de cómo las madres transmiten los valores machistas a sus hijas a través del desamor. Nos encontramos con familias en las que las únicas que cuidan, limpian y cocinan son la madre y las hijas, quieran o no. Así se somete la voluntad de las niñas a través de castigos y prohibiciones, y se les enseña que los privilegiados del mundo son los del género masculino.

Revisar el “traje emocional” que llevo impuesto según el sexo con el que nací es un paso absolutamente necesario en cualquier proceso terapéutico en el que sea imprescindible reconstruir el vínculo con uno mismo. Deberemos revisar qué necesidades, emociones y deseos se han quedado escondidos bajo la ropa de mujer o de hombre. Esta reparación no sólo mejorará la manera de tratarme y me llevará a aceptarme y quererme cómo soy, sino que también influirá positivamente en cómo trato y acepto a los demás mujeres y hombres.

Puede que no identifiques ninguna herida en la infancia y que tuvieras la suerte de ser una niña o niño amado incondicionalmente. Revisa entonces qué pasó al llegar a la adolescencia. Aquí nos encontramos con madres que pierden el amor cuando sus criaturas comienzan a mirar hacia el mundo y a sentir la necesidad de salir y encontrarse con sus iguales, lejos de ellas. Estas mujeres no toleran el duelo por la pérdida del amor que recibían de sus hijos y no quieren compartir su fuente particular de amor incondicional porque sólo se sienten amadas a través de ellos. Cuando dejan de amarnos empiezan a criticar todo aquello que nos interesa y no encuentran nada positivo en nosotros una vez que dejamos de ser sus niños. Nos llenan de desconfianza e inseguridad ante la posibilidad de vivir sin ellas, sin su amor sobreprotector y omnipotente, lo que nos impide terminar de desarrollarnos como adultos. Muchas se vengan de nuestro desarrollo retirando toda su atención sobre nosotros y nos condenan a una soledad llena de culpa por haber crecido. Esto nos hace sentir desprotegidos ante un mundo que aún nos resulta muy grande y nos priva del apoyo emocional que necesitamos para terminar de aprender a autocuidarnos.

Este amor condicional puede llegar hasta la etapa adulta en la que nos topamos con madres que no aceptan a nuestras parejas o nuestras decisiones en los estudios o laborales. Nos vemos chantajeados con su sufrimiento o con su rechazo y frialdad frontal. Las consultas de los psicólogos están llenas de adultos de diversas edades en las que el tema principal supone afrontar una posible ruptura o alejamiento de sus madres.

Tenemos que aprender a diferenciar entre el amor que nos nutre y aquel que solamente es la expresión de una madre que pone sus necesidades egoístas y narcisistas por encima de las nuestras. Esta toma de conciencia nos ayudará a romper la cadena de desamor y a no transmitir la herida a nuestras parejas, amigos e hijos.

A modo de conclusión, tenemos que darnos cuenta de que todas las madres también somos hijas de este sistema de desamor. Es necesario desmitificar de una vez nuestro rol para poder acceder al daño que recibimos de nuestras madres, sanándolo y rompiendo de una vez nuestro eslabón de la cadena. Las madres no somos diosas, somos humanas con nuestras historias de desamor grabadas en el corazón y en nuestro inconsciente. La mitificación de la maternidad sólo nos aleja de la realidad de carne y hueso, y nos vuelve cómplices del tabú colectivo y del silencio. Tal vez así cambiemos un sistema en el que cada nuevo ser resulta dañado por la falta de amor incondicional.

Esther Gutiérrez Martín

Licenciada en Psicología y Terapeuta Gestalt.

Centro Aletheia, Madrid.