Educación

“Los que educamos a nuestros hijos en casa somos gente absolutamente normal”

Laura Mascaró, testimonio de madre que educa en casa

“Los que educamos a nuestros hijos en casa somos gente absolutamente normal”
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Pero si no va al colegio ¡no aprenderá nada! Creo que mi prima tenía cuatro o cinco años en ese momento, y me miraba con los ojos muy abiertos, entre incrédula y preocupada.

Se refería a mi hijo a quién yo había decidido desescolarizar, si es que puede aplicarse ese verbo a un niño de tan sólo tres años y medio que acababa de empezar la escuela infantil. No diré que fuese una decisión fácil y, además, no tenía ni idea de cómo nos iba a ir. Tenía muchas dudas y ninguna certeza: ¿podría organizarme bien? ¿Aprendería mi hijo todo lo que se supone que un niño debe aprender? ¿Se sentiría solo? ¿Se resentiría nuestra, hasta entonces magnífica, relación? Si la mal llamada conciliación ya es difícil de por sí, cuando los niños no van a la escuela la cosa se complica aún más. No sabía cómo lo haría, pero estaba dispuesta a intentarlo. No sabía si duraría unos meses o unos años. ¿Querría mi hijo incorporarse al sistema alguna vez? ¿Tendría que escolarizarlo para poder dedicarme plenamente a mi profesión?

Ahora que mi hijo tiene 12 años y sigue sin pisar la escuela, ya tengo algunas respuestas a todas esas preguntas y sonrío con comprensión ante los comentarios y preguntas de amigos y conocidos. Al principio no sabía muy bien cómo responder porque, claro, yo misma era un mar de dudas. Cuando me preguntaban por las famosas raíces cuadradas: “pero ¿cómo las aprenderá si no va al colegio?” o cuando me aseguraban que la única forma de garantizar una adecuada socialización era a través del colegio, yo daba respuestas que me habían dado otros pero que nosotros todavía no habíamos experimentado.

Luego vino la fase del enfado. De sentirme constantemente juzgada y de aprender a no dar explicaciones a quién no las merece. Porque hay preguntas y comentarios bienintencionados y otros, no tanto. Como también hay mucho prejuicio. Tanto, que del enfado pasé a la risa floja cuando otra madre, al vernos comer y sabiendo que éramos homeschoolers, preguntó atónita: “Pero, ¿no sois vegetarianos?”. - “¿Perdona?” - “No, bueno, como el niño no va al cole y eso...”.

“Y eso”. Ahí estaba la madre del cordero. Algo hemos hecho muy mal los homeschoolers como para que el resto del mundo nos adjudique una serie de características que, desde luego, no tenemos.

Recuerdo la primera vez que asistí a un encuentro de familias que educaban sin escuela. Tres días en primera línea de mar con casi un centenar de personas. Me propuse hablar con cuánta más gente mejor. Yo era una recién llegada y quería que me contaran sus testimonios de primera mano. Enseguida me di cuenta de que no teníamos nada o casi nada en común. Me llevé una pequeña decepción porque estaba muy ilusionada ante la perspectiva de conocer a otras familias “como la mía”. Sin embargo, resultó que sólo coincidíamos en el hecho de no llevar a los niños a la escuela. Eso era todo. Quitando ese tema, no tenía prácticamente nada que hablar con ninguno de ellos. Pero me di cuenta de que, por lo general, les pasaba lo mismo a los demás. Todos educábamos en casa pero no por los mismos motivos, no con los mismos métodos, no con el mismo tipo de organización. Allí había familias antisistema, conservadoras, cristianas, ateas, viajeras, veganas, numerosas, adoptivas, expatriadas, trilingües, activistas, funcionarios y emprendedores.

Siempre he tenido un carácter profundamente activista así que en el homeschooling encontré una causa ideal por la que trabajar. En realidad no se trataba tanto de homeschooling como de libertad educativa. No se trataba de convencer a la gente de las bondades de la educación sin escuela sino de promover la aceptación (social y legal) de otras formas de educar más allá de la ofrecida por el sistema oficial. Sabía que necesitaríamos la aceptación social antes de pretender el reconocimiento legal y por eso me dediqué intensamente a la difusión de la educación sin escuela. Tengo claro que lo que no se conoce se presume negativo. Y negativo puede significar muchas cosas. Aunque es cada vez menos frecuente, cuando se habla de niños que no van a la escuela la gente tiende a pensar en niños abandonados, quizás obligados a trabajar. O en familias que viven en comunas, van descalzos y le rezan a la Pachamama. Por supuesto, veganos y anitvacunas.

Una parte de la responsabilidad es nuestra. Todas las semanas me llegan emails tanto de periodistas como de estudiantes universitarios que quieren hacer sus trabajos de fin de grado sobre la educación en casa. Me preguntan por qué lo hacemos, cómo nos organizamos y cómo suplimos esa supuesta falta de socialización. Después me piden que les ponga en contacto con otras familias para conocer sus experiencias pero casi nunca lo consigo. Las familias no hablan. Las familias no enseñan lo que hacen. No explican cómo y por qué lo hacen. Y así crece el mito del antisistema que vive montado en el dólar (porque, claro, si no eres millonario no puedes permitirte no llevar a los niños a la escuela).

En los Estados Unidos el mito es otro (aunque algo de eso hay también a este lado del charco): el de las familias conservadoras que crían a sus retoños en una burbuja porque, claro, ellos tienen la verdad y no pueden permitir que sus hijos se mezclen con infieles que les hagan dudar de la Creación divina del mundo.

Poco antes de que mi hijo cumpliera seis años nos fuimos a vivir a Madrid. Una de las cosas que más me ilusionaba de este cambio era que sabía que en esta comunidad había muchas familias homeschoolers. Cuando llegamos, me llevé una sorpresa al descubrir que sí, había familias, pero no estaban en contacto y no se juntaban para hacer actividades. Decidí que, si no había comunidad, la íbamos a crear. Empecé un grupo con otras tres madres. Todas las semanas organizaba un encuentro que casi todas las semanas acababa cancelándose por falta de participación. Pero, poquito a poco, conseguimos ir viéndonos y conociéndonos y fueron llegando más y más familias hasta que, seis años más tarde, tenemos un grupo de 30 familias con niños de 0 a 6 años y un grupo de 70 familias con niños mayores de seis. Aquí he vuelto a comprobar, como en aquél primer encuentro, que muchos no tenemos nada en común. Que hay todo tipo de familias y que, precisamente, ésa es nuestra gran riqueza. Yo sé que cuando a mi hijo le interesa algo, puedo decirlo en el grupo y, con toda seguridad, alguien sabrá algo del tema o sabrá a quién acudir.

Y sigue habiendo familias anarquistas, comunistas y conservadoras, cristianos, agnósticos y budistas, veganos y amantes de la carne. Hay médicos, ingenieros, abogados, cuentacuentos, artesanos, carpinteros, informáticos, funcionarios, periodistas, profesores y un largo etcétera (y sí, leyó usted bien: profesores, también) Viven en casas grandes, pequeñas, con jardín o sin él, en un piso en la ciudad o en una casa de campo. Unos viajan y otros no se lo pueden permitir. Hay hijos únicos y familias numerosas (hasta 10 hijos, he contado). Hay quien da clases al estilo tradicional y quien aprende por libre.

Ahora que mi hijo mayor tiene 12 años y el pequeño, dos, sé que mi prima se preocupaba en vano. Sé que aprender, se aprende. Sé que socializar, se socializa. Y sé que no hay un perfil en el que todos encajemos porque somos tan diversos como diversa es la sociedad. Ni más, ni menos. ¿Veganos? Algunos. ¿Cristianos? Algunos. ¿Anarquistas? Algunos. Diría que todos somos gente normal que, por un motivo u otro, hemos tomado una decisión que en esta sociedad no es, todavía, normal.