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«Cinco horas con Mario»

La Razón
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La publicación de «Cinco horas con Mario» a mediados de los años sesenta constituyó un revulsivo no sólo a causa de su audacia estilística –un soliloquio continuado de Carmen, la viuda de Mario– sino, especialmente, por la manera en que significaba una bocanada de aire fresco en una España que asumía a pasos agigantados la tesis de la reconciliación nacional y que soñaba ya con un futuro más libre y menos dirigido. La necesidad de justicia, la justicia de la libertad religiosa, la exigencia moral de diálogo se trenzaban en el relato de tal manera que, página a página, el lector acababa viendo a Carmen como una imagen patética de lo que debía desaparecer y a Mario como un símbolo trágico de lo que no podía vivir, pero estaba llamado a abrirse camino en las generaciones futuras. Vista desde esa perspectiva no extraña el éxito que la obra de Delibes tuvo durante la Transición en una adaptación teatral protagonizada por Lola Herrera ni tampoco sorprende que se la considere un retrato de época. Sin embargo, en las páginas escritas por Delibes había mucho más que eso. Lo he podido constatar hace unos días contemplando la nueva subida a los escenarios de la obra con Natalia Millán en el papel de Carmen. En un ejercicio de magistral arte de encarnación más que de interpretación, Natalia Millán ha logrado que la viuda de Mario vuelva a regurgitar sus frustraciones económicas, su dogmatismo, su ignorancia o su incapacidad para empatizar con el otro. Sin embargo, lo que vemos sobre las tablas no es un mero retrato costumbrista sino una obra que obliga a reflexionar sobre nuestra actualidad. Carmen es, por ejemplo, la prueba viva de que la ideología de género es una sectaria estupidez siquiera porque en nuestro mundo los depredadores y las víctimas son de ambos sexos y en este caso el caído es precisamente el noble e incomprendido Mario. Pero, por encima de todo, lo que podía parecer manifestación de una época concreta, la de la España que comenzaba a desarrollarse, de pronto aparece ante nuestros ojos como una radiografía implacable y certera de unos defectos que se perpetúan hasta el día de hoy. Los espectadores que se ríen ante ciertas situaciones de la obra quizá no se percatan, por ejemplo, de que la Carmen que causó la muerte de Mario hace casi cincuenta años ahora podría tener una nieta, fiel a sus antecedentes familiares, que fuera ministra de cuota y que instara a la delación y al ostracismo de los que no se sometieran a sus caprichos. Tampoco captan quizá que la intolerancia ciega sigue siendo una característica de esta sociedad aunque el viento con que sopla proceda ahora de otro origen. Al fin y a la postre, en la insuperable Natalia Millán-Carmen vemos que Delibes gozó de un don que sólo le ha sido dado recibir a algunos autores como Tolstoi, Homero, Shakespeare o Cervantes y es el de que partiendo de un localismo cerrado, incluso asfixiante, creó un verdadero arquetipo. Todo ello con el matiz de que un héroe o un rey pueden ser convertidos en símbolos con relativa facilidad, pero no sucede lo mismo con un ama de casa de provincias que se caracteriza por ver únicamente lo que le interesa incluso a costa de causar la muerte de su marido.