España

Medicamentos por Alfonso Ussía

La Razón
La RazónLa Razón

No pretendo dar lección alguna. Jamás he recurrido a la Seguridad Social para conseguir un medicamento. Creo que puedo pagarlos y lo hago con mucho gusto. De esta manera se ayuda también a las farmacias. En España, hay multitud de hogares que tienen en sus armarios más medicinas que los hospitales. Terminan caducando y se tiran a la basura, después de reponerlos, para que los nuevos también caduquen y terminen meses más tarde, compartiendo su final de basurero.

El ser humano, a medida que va cumpliendo años, se convierte en una farmacia que anda. Vivimos más que en siglo XV gracias a la farmacopea. Recuerdo un dibujo divertidísimo que se publicó en el «Punch» en la década de los setenta. Un matrimonio muy entrado en años cenaba en un restaurante. Ella había colocado alrededor de su plato todas sus medicinas, y el marido, amorosamente, le recomendaba atención: «Margaret, no olvides tomarte la cena durante las medicinas».

Días atrás, cenábamos un grupo de amigos, y todos nos reconocimos medicados. El colesterol era el principal enemigo. Otros vigilaban más su corazón, otros la circulación de la sangre, alguno las transaminasas, pero nadie estaba libre de las pildoritas. La tensión y la presión diaria obligan a muchas personas a ingerir un tranquilizante o un somnífero para poder dormir. Y nos apercibimos, de golpe, que sin las medicinas habituales no somos casi nada porque forman parte de nuestras vidas y costumbres.

En un viaje al Amazonas con Miguel De la Quadra Salcedo, me adentré –no mucho, la verdad– en la selva en compañía de un sabio médico ecuatoriano afincado en España. Ante nosotros se mostraba digno y un tanto insolente un matorral con unas flores extravagantes. El doctor me pidió permiso para hacerme una pequeña incisión en un dedo. Se lo concedí y con una navajita creó un pequeño arroyo de sangre en mi mano. Tomó una flor del arbusto, la apretó sobre la herida y surgió un líquido blanco que se posó sobre ella. A los diez minutos, el líquido se había convertido en una finísima película sobre mi piel. Liberada la película no quedaba ni rastro de la herida.

–Esta flor abrió a los científicos el camino para descubrir los coagulantes. La selva es la gran farmacia del mundo. Todo lo que nos mantiene vivos y sanos viene de aquí–. Tengo que reconocer que consideré a la selva, a partir de aquella lección, mucho más respetable y cariñosa, aunque su apariencia se antoje amenazadora y nada hospitalaria.

Lo mismo que un niño no puede salir de su casa hacia el colegio sin su «donuts» – ¡Ahí va, la cartera!–, una persona de edad provecta, como quien esto escribe, no se siente seguro si no se deja acompañar por sus fármacos preferidos. No obstante, esa seguridad no debe proporcionarla, a quienes pueden adquirirla, la gratuidad que el Estado ofrece. En muchos casos, el uso de fármacos va unido a hipersensibilidades autocreadas por los presumibles enfermos. Las medicinas gratuítas sólo para quienes puedan demostrar que sus ingresos no superan una cota establecida previamente. El Estado no es una inmensa farmacia, y muchos de los que se aprovechan de esa ficción, no tienen problemas económicos para garantizar la compañía de sus queridos fármacos sin cargarlos a la cuenta de los demás. Antonio Mingote, en sus últimos tiempos, llevaba un pastillero con diferentes píldoras, y nunca estuvo seguro de que la elegida fuera la recomendada para aquel momento. Decía, con sobrada razón, que los medicamentos deberían tener un color para cada dolencia. Píldoras rojas para el corazón. Azules, para la circulación. Verdes para el colesterol, blancas para el descanso, y así, doblar o triplicar los colores del arcoiris. Chumy Chúmez, el formidable enfermo imaginario, ingería un fármaco cada hora, aproximadamente. «Mira, ésta es para la circulación. Es heparina y licua la sangre. Y ésta otra, que me la voy a tomar dentro de media hora, es para contrarrestar los efectos de la que me acabo de tragar». Y se lo pasaba muy bien curándose de enfermedades que no padecía.

El problema es de conciencia. Quien considere que puede pagar sus fármacos, que lo haga. Otra cosa son los tratamientos largos de graves enfermedades cuyo costo supera las posibilidades de casi todos los ciudadanos. Pero la costumbre que tenemos los españoles de guardar en casa una buena extensión de la selva del Amazonas, es algo que habríamos de expulsar de nuestros hábitos en beneficio de los que, en verdad, no pueden afrontar los gastos farmacéuticos. El que puede permitirse el lujo de cenar en un restaurante, que se pague la medicina contra el colesterol.