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Latín y libertad por Cristina López Schlichting

La Razón
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Casi me muero de alegría al saber que el latín volverá a las aulas. A los quince años, parece interesar sólo la mecánica del trabajo. Conducir tractores, manejar programas informáticos o hablar idiomas. Pero con el tiempo aprendes que un becario del periodismo que domina los ordenadores pero cree que la «diáspora vasca» es una planta de Euskadi no vale para nada. Y ocurre, simplemente, que el becario no ha tenido contacto con el griego o el latín. Con unos rudimentos de griego, un médico sabe que una gastritis es una infección estomacal y la distingue de una estomatitis que, en cambio, es la infección bucal. Por desgracia, hay maestros que no saben que educar y conducir son verbos con una raíz común (por eso desconocen que hay que llevar al alumno en alguna dirección) y hay periodistas que piensan que los papas bendicen «Urbi et Orbe» porque no saben que «mundo», en latín, se declina «Orbi». El latín sirve para hablar. Hablamos mal, entre otras cosas, porque no sabemos cómo nació nuestro idioma. En segundo lugar, el latín nos permite aprender lenguas, tanto por afinidad de vocabulario –las románicas- como por afinidad estructural –las declinaciones alemanas, por ejemplo–. Finalmente, el latín hace gente inteligente, porque estructura la mente. Es la matemática del alumno de Letras. La lógica del humanista. Cuando Isabel de Castilla puso a sus damas a aprender latín, con Beatriz Galindo a la cabeza, no lo hizo por esnobismo, sino para liberarlas mentalmente. Era el comienzo del feminismo.