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Francia

Un muerto por bando

Anselmo Álvarez, abad del monasterio del Valle de los Caídos, cuenta la historia de su familia. En el osario de la basílica están los restos de su padre, fusilado por los republicanos; de su tío, republicano muerto en la batalla de Brunete; y de su hermana, que perdió la vida en un bombardeo

Antonio Clemente y su hermano trabajaron en el Valle
Antonio Clemente y su hermano trabajaron en el Vallelarazon

Su hermana se llamaba Esperanza. Pero los nombres casi nada significan. En Navidad de 1936, en un bombardeo, le alcanzó un trozo de metralla y la mató. Anselmo Álvarez tenía tres años y apenas guarda recuerdos de esos tiempos, pese a que está obligado a hacer memoria cada día. Anselmo es el abad benedictino del Valle de los Caídos, un lugar que no deja indiferente a nadie y menos a él, que vive tan cerca de los huesos de su hermana, su padre y su tío. Su hermana Esperanza murió en la Guerra Civil, fue enterrada en una fosa común y ahora está allí. Su padre José, fusilado al principio de la guerra por el bando republicano y, también, identificado, descansa en el monumento. Y los huesos de su tío Antonio, que luchó con las tropas republicanas y murió en la batalla de Brunete, se encuentran en una de las fosas comunes del Valle. El abad Anselmo es el ejemplo perfecto de cómo las dos Españas, con el tiempo, se juntan en una. Él tiene muertos de los dos bandos de la Guerra Civil y está en el centro exacto de la historia de España, en la carretera que lleva a El Escorial, en el Valle de los Caídos.

En 2004 fue nombrado abad, cuando ya se esperaba lo que se le venía encima: «Conocía la historia de este lugar y sabía que iban a ser tiempos complicados. Al poco de ser abad se planteó un nuevo futuro para el Valle, una nueva perspectiva de convivencia y así ha sido», cuenta. Es un abad polémico, a veces políticamente incorrecto, aunque estos días, en los que ha vuelto ha ser noticia, ha elegido la prudencia para manejarse con los medios.

Está en Francia, en una reunión benedictina, pero ni fuera de España puede desentenderse de lo que sucede de un monasterio que nunca le abandona: hay demasiadas historias enterradas en las criptas y quien se acerca no puede no sentir o no tener una opinión de lo que representa. Es la memoria constante de un país que a veces no puede y a veces no quiere olvidar.

Miguel Ángel Capapé estuvo hace un mes. La humedad que siente al recordar le provoca una sensación entre desagradable y emocionante. Junto a subsecretarios, delegados o funcionarios de los que nunca recuerdas el nombre, o forenses en los que ha depositado su esperanza, Miguel Ángel fue una de las seis personas que visitó el Valle para comprobar cómo están los restos de algunos enterrados republicanos y si se pueden trasladar. A través de un hueco en la pared de apenas 80 por 50 centímetros vio huesos mezclados, irreconocibles, cajas consumidas por la humedad y otras cerradas, en las que parece difícil leer la inscripción. Miguel Ángel Capapé es vicepresidente de la asociación aragonesa Arico, en la que diez personas quieren recuperar los huesos de los republicanos enterrados en Aragón tras morir en la guerra y trasladados después a Madrid. La asociación y tres particulares habían pedido reconocer y recuperar los huesos enterrados en el Valle. Arico incluso había solicitado al Gobierno una subvención de 60.000 euros para hacerlo ellos mismos. Pero se la negaron.


Un foco, humedad y huesos
Un día recibieron una llamada, los citaron en el Valle de los Caídos y tras esperar a que terminara la misa, entraron: «Nosotros estamos acostumbrados a desenterrar huesos, pero lo que vimos allí no tiene comparación. El aspecto lúgrube, el foco con el que tenías que mirar por el agujero en la pared, la humedad, el desorden de los huesos, el ambiente. La verdad es que fue muy impactante», reconoce Miguel Ángel. «Nosotros no hubiésemos podido hacer el trabajo de desenterrarlos», reconoce ahora.

El equipo que acompañaba a Miguel Ángel, y que nunca le pidió discreción o mantener el secreto, tiene que hacer un informe y en unos tres meses decidir si es posible recuperar o reconocer a las víctimas a través de los restos del Valle. «Si hubiera alguna posibilidad de recuperar los huesos, yo no pondría ningún tipo de reparo. Eso lo tiene que decidir el equipo del Gobierno», dice el abad. Él sabe lo que es buscar unos restos, la inquietud y la curiosidad que nacen de sospechar, pero no saber con seguridad, dónde están enterrados tu ascendentes.

Anselmo Álvarez llegó al antes que los huesos. En 1958 junto al primer grupo de benedictinos fundadores se instaló en el Valle de los Caídos desde Silos. Su idea era hacer lo mismo que en todos los monasterios: rezo, trabajo e investigación. Lo que Anselmo no sabía entonces, con apenas 25 años, es que se iba a encontrar con su propia historia en el mismo sitio donde vivía.


Tampoco sabía que iba a tardar tanto en encontrarla.
Hace solamente ocho años descubrió que su padre estaba enterrado en el Valle de los Caídos. La última vez que supo algo de él fue en agosto de 1936, cuando le fusilaron por el «delito» de haber sido proveedor de leche de un convento. Hubo un registro, vieron su nombre y fueron a buscarlo una vez. Avisado a tiempo, consiguió evitarlo. La muerte, sin embargo, le perseguía y no logró escapar de sus ejecutores a la segunda. Le cogieron y en eso días aciagos no se estilaba la compasión entre bandos.

Desde ese instante, la madre de Anselmo intentó encontrar el cadáver de su marido, pero fue imposible. Comenzaba la guerra y no había tiempo para casi nada. Volvieron a buscar el cuerpo al terminar el conflicto. Sin éxito. Anselmo necesitaba saber y no hace mucho fue al registro del Patrimonio. Al comienzo de la guerra había más orden, se inscribían los muertos, el nombre y el lugar de procedencia. Fue allí cuando descubrió que los restos de su padre José descansaban al lado de donde él había estado viviendo gran parte de su vida.


Un lugar de reconciliación
También descubrió que su hermana Esperanza, enterrada al principio en la Almudena, había terminado cerca de él y de su padre. Sin posibilidad de identificarla, entre el tumulto de restos de personas que vivieron en un país enfrentado, Esperanza corre la misma suerte que su tío Antonio, el hermano de su madre. Es posible que sus huesos estén mezclados con otros, comidos por la humedad, imposibles de rescatar tanto tiempo después. «Que mi tío y mi padre, que estaban en bandos distintos durante la guerra, estén enterrados en el mismo lugar demuestra que el Valle de los Caídos es un lugar de reconciliación y que por eso tenemos que trabajar todos», dice el abad. Su familia es un ejemplo: «Las dos Españas forman parte del pasado y lo que tenemos que hacer es caminar juntos, superando esa dificultad y buscar un futuro en común». Insiste en que hay que superar un pasado que nos oprime y mirar más allá: «Apenas tengo recuerdos de mi padre o de mi tío. Yo era muy pequeño, pero sí que se me han quedado imágenes de esos momentos. Recuerdo estar jugando en la plaza de España el 1 de mayo de 1936 y veo que llega una manifestación enorme. Era el día del trabajo. Enseguida me sacaron de allí. También recuerdo los bombardeos. Nosotros vivíamos en la calles San Bernardo, en el centro de Madrid, en el cogollo. Vivíamos en un bajo, y cuando empezaban a bombardear, la gente venía a refugiarse en nuestra casa. Recuerdo muy vivamente todo ese movimiento de personas, las carreras en busca de un lugar para salvarse».

Pero es consciente de que el Valle de los Caídos es un recuerdo de todo aquello, pero él quiere que se pueda ver en sentido contrario: «Tras la guerra, las relaciones en mi familia eran muy normales. No había conflictos políticos. La vida continuó». El abad del Valle de los Caídos creció sin padre, sin hermano y sin un tío. Pero no fue eso lo que le llevó a ser sacerdote. O sí, eso, más las tragedias y las reconciliaciones que vivió España. «Siempre me atrajo la vida religiosa y creo que Dios te va dando señales, te va llamando».


 

Mano a mano entre Obreros libres y presos
La gran polémica sobre el Valle de los Caídos comienza con su construcción. Presos republicanos trabajaron junto a obreros libres y las dos Españas tienen diferentes visiones acerca de ese hecho. Para algunos, los presos fueron obligados a trabajar por una paga mísera y a cambio, también, de reducción de condena. Para otros, los presos trabajan junto a obreros libres, en perfecta convivencia y sin ningún problema. Tampoco hay acuerdo sobre el número de muertos durante las obras. Unos hablan de 14, a otros esta cifra les parece ridícula y extremadamente corta.

Pablo Linares, de la Asociación para la defensa del Valle de los Caídos, cuenta la historia de su abuelo, Antonio Clemente, que estuvo en el bando republicano. Tras acabar la guerra y al no haber matado a nadie, vivió sin problemas y para tener un sueldo trabajó en «Guillén granitos y mármoles», que junto a otras empresas ahora desaparecidas levantaron el Valle de los Caídos. Su nieto cuenta que no estaba de acuerdo con el régimen de Franco, pero que tenía que vivir y tampoco se expresaba públicamente. Iba en moto a trabajar y cuando no le daba tiempo a volver, dormía sin problemas en el mismo barracón que los presos. Además, alguna vez se marchó a los toros con ellos, sin ningún problema. Sí que vio morir a un obrero. A uno libre: se acercó a una hormigonera, se puso en marcha sin querer y le machacó. Pero aparte de eso, sus recuerdos de la construcción del Valle de los Caídos, a pesar de la dureza, son buenos.

No era igual para todos. José María Calleja recoge en su libro «El Valle de los Caídos», otros testimonios: «El trabajo era durísimo y se hacía en condiciones lamentables; y sin ninguna seguridad. 14 muertos en 19 años, ¡no se lo creen!», dice un preso.