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La Razón
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¿Por qué no están limitados en el tiempo, por ley, los mandatos de los presidentes de Gobierno? Supongo que la herencia franquista pesó en la Transición: entonces (como ahora) en España se seguía creyendo que a los gobernantes hay que darles «tiempo». Unas cuantas décadas. Tres o cuatro, mínimo. Franco impuso la costumbre. Y los «padres» de la Transición, fieles al espíritu de su época, a su pasado y a la moralidad popular, determinaron que un presidente de gobierno –o de comunidad autónoma– puede repetir mandato mientras el cuerpo y las urnas aguanten. En muchas autonomías, el clientelismo –junto a los recursos institucionales de la administración y el control de la educación– se ha encargado de la perpetuación del poder en las mismas manos y en idénticas siglas políticas durante décadas.

Las dictaduras de la época contemporánea se han caracterizado por su voluntad de permanencia. La continuidad en el poder siempre ha sido un riesgo para la libertad. El Tercer Reich pretendía durar mil años. El poder ilimitado en el tiempo tiende a la ocupación de la sociedad por parte del Estado, que modifica los rasgos de la colectividad a su imagen y semejanza propiciando la corrupción, el nepotismo, las redes clientelares, la impunidad, el pensamiento único, la uniformidad…, aplastando toda posible disidencia y alentando la pasividad civil.

Muchas autonomías han conocido ya sus propios «25 años de paz», demostrando que el poder en España no tiene voluntad de modernidad porque no se resigna a ser provisional. Se continúan asignando «a dedazo» demasiadas plazas de funcionario.

Es posible que la tendencia de la sociedad española a «fidelizar» su voto sea en buena parte responsable de la monstruosa burocratización del Estado español –el central y sus franquicias autonómicas–, que ha logrado que el poder se concentre en pequeños grupos de personas, en absoluto las más preparadas, que forman una auténtica casta: la de los «enchufados». Al estilo franquista: «quien no tiene padrinos, no se bautiza». Así encontramos autonomías en las que las relaciones familiares o de partido determinan la ascensión social de los individuos, componiendo oligarquías que parecen sacadas de un folletín decimonónico.

Para delimitar los mandatos de los presidentes de gobierno, y de los altos cargos, no habría ni que tocar la Constitución, esa especie de doncella incólume legal a la que nadie se atreve a meter mano. Bastaría con desarrollarla poniendo fin a la posibilidad de que nuestros políticos se eternicen en sus cargos. Que cansan.