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Economía expresionista por Ángela Vallvey

La Razón
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Adoro el expresionismo alemán, literariamente hablando. La violenta crudeza de los versos de Ernst Stadler, el aguafuerte de las palabras de Georg Trakl o de Heym, el tono desolado de esos poemas que acabaron vertiéndose en el alma de Rilke (y haciéndome feliz a mí casi un siglo después de su muerte). El drama anti-naturalista de sus voces, la fuerza de su rítmica, su angustiosa desnudez, el vacío existencial agazapado en los aparentes colores de un idealismo vestido sólo con carne humana, como si fuera un hueso, que hace temblar de emoción ante tanta belleza llena de premoniciones visionarias. El expresionismo es uno de los muchos motivos por los que me gusta Alemania, y no el menos importante. A Alemania la han hecho sus poetas y sus filósofos, y eso se puede decir de pocos pueblos en la Tierra.

Decía Günter Grass a finales de los años 60 que «los alemanes no llegan hasta el final de las cosas. Una especie de fiebre romántica los devora siempre. Son unos puritanos. Unos vergonzosos que están molestos por su riqueza actual. Son unos idealistas. Una especie de idealismo pervertido les arrastró hacia el nazismo. A veces, es conmovedor, y a menudo ridículo. Goethe tenía razones poderosas para desconfiar del romanticismo alemán. El mundo teme, y yo también, esta inquietud alemana, su perfeccionismo maníaco a veces». No sé si, hoy día, Günter Grass se reafirmaría en sus palabras. Yo no estoy de acuerdo con ellas. Ese «perfeccionismo maníaco» ha dado al mundo grandes cumbres del pensamiento y el arte occidental, muchas de ellas expresionistas. Y eso ha aumentado considerablemente la riqueza del planeta. La masa monetaria real, y la espiritual. Sólo me disgusta una cosa (ay de mí): cuando los políticos y economistas alemanes se ponen expresionistas. Como ahora.