Sevilla

La tarde que asesinaron a Cariñanos

El relato de uno de los agentes que detuvieron a los etarras, por primera vez en 12 años

Imagen del día del atentado
Imagen del día del atentadolarazonAgencia EFE

La temperatura era «similar», el clima era diferente. Había ambiente de terror callado en las calles. De la peor calaña. Del que deja las vidas pendientes de la fina madeja del azar –el sitio equivocado, la hora equivocada, ante unos hombres equivocados– o al arbitrio de una banda aferrada a ideales engangrenados por la muerte. En resumen, pendientes de «que te toque».

El 16 de octubre de 2000 fue lunes. España logró un histórico doblete en la Dunhill Cup de golf. Freire fue tercero en el Mundial de Ciclismo. Igual que hoy, se conocía el Planeta, y recayó en Maruja Torres. El mal tiempo dejó 59 muertos en las carreteras durante el Puente del Pilar. El asunto vasco acaparaba portadas: «PP y PSOE pactan diez iniciativas para cercar a Ibarreche en la Cámara vasca». «El profesor Portillo se va del País Vasco», rezaba LA RAZÓN. Un lunes más en una Sevilla que ya miraba de reojo al terrorismo, desvirtuada, desvirgada, con las carnes aún abiertas por el asesinato dos años antes del concejal Alberto Jiménez-Becerril y su esposa Ascensión García Ortiz. Hasta que se convirtió en un lunes negro, manchado con sangre, en el calendario nacional y local. El día –la tarde– del último atentado mortal de la banda terrorista ETA en Sevilla.

Dos pistoleros entraron en la consulta del coronel médico Muñoz Cariñanos –un hombre de bisturí, más dado a las gargantas de las tonadilleras que a las armas y la guerra– y lo abatieron a sangre fría, como en las peores escenas de la novela de Truman Capote. La noticia, sin necesidad de Twitter, Facebook o ediciones digitales de periódicos, corrió como la pólvora por las calles. Eran alrededor de las 18:30 horas. Los jóvenes estudiantes de Periodismo, ávidos de actualidad, corrieron desde las clases a la céntrica calle donde sucedieron los hechos, anexa a Jesús del Gran Poder, que ya estaba acordonada. Habían matado a alguien y los asesinos huyeron a pie. La noche cayó de imprevisto. Un bisoño y circunspecto Alfredo Sánchez Monteseirín se acercó a la prensa, junto al cordón policial. «¿Alguna novedad, alcalde?», arrancó Ana Sánchez Ameneiro.

Hacía fresco ya –octubre era y sigue siendo, con permiso del cambio climático– una suerte de primavera sin alergias con rebeca a primera y última hora. A la hora en que comparecía el alcalde, M. Ch. G., uno de los tres agentes que detuvieron a los pistoleros por la Macarena, aún no era consciente de que ese día él también pudo morir. Doce años después, con la intermediación del secretario general del Sindicato Unificado de la Policía (SUP) en Sevilla, Manuel Espino, concede su primera entrevista. «No soy ningún héroe», arranca, sin atisbo de falsa modestia. «Sólo hice mi trabajo». Se jugó la vida y ganó la Medalla Roja al Mérito de la Policía Nacional.

Los agentes estaban «en guardia» porque «sabíamos que en cualquier momento podía pasar». «Era una época muy mala» con el terrorismo. Estaba de servicio por su zona, el Sector Centro, por Santa Cruz, con la misión de «contactar con las comunidades de vecinos y buscar alquileres», apoyando a las motos de proximidad.

«Todo fue muy rápido». Entre «las 18:20 y las 18:30», el 091 dio el aviso. «Al parecer había un muerto» junto a la Alameda. Pensó que los implicados –se desconocía cuántos– no se adentrarían en la ratonera del centro. «Buscarían una salida». Z22 da la alarma. «Estaba por los Perdigones» y «unos sospechosos entraban» por allí.

El coche se pone «a toda pastilla. A la altura de la gasolinera de la Resolana, una anciana que hizo caso omiso a las luces y la sirena casi no lo cuenta. Cogió aire. Bajó el ritmo. Quizás ese interludio sirvió para pensar, para hilvanar una estrategia, para prever. «En lugar de entrar por los Perdigones, entramos por Don Fadrique». «Junto al Hogar San Fernando nos los encontramos de frente», narra M. Ch. G. «Eran dos jóvenes», aparentemente «normales», «a 70 u 80 metros», acalorados, «con prisa». Se echaron la mano al bolsillo. «Las pistolas, las balas». «Ya no había duda. Eran los asesinos de Cariñanos, que abrieron fuego a discreción contra el Peugeot policial. «Nos salvó la distancia». «Era quedarse en el vehículo» y rezar para que una bala no diera en el blanco «o salir y jugártela». «Si digo que pensé algo, es mentira». Instinto. El agente describe a Solana Matarrán como el «más experto» –«estaba preparado para aguantar horas de interrogatorio»– y a su compañero –del que cuentan las crónicas que ante la Policía «se lo hizo encima»– tan bisoño que «se le caía el arma». Uno de los dos fue alcanzado en un brazo por los agentes y se dio a la fuga, con M. Ch. G. pisándole los talones. El tiempo corría denso. Pudo abatirlo pero «no iba a disparar a un hombre desarmado por la espalda, aunque sé que él lo hubiera hecho». Silbó «otra bala» en el punto de partida de la persecución y «se hizo el silencio». «No veía a mi compañero y me di la vuelta». En el suelo, el segundo policía esposaba al pistolero. Solana Matarrán, entre un gentío que le abucheaba y que acudió tras los disparos, «alardeaba» de su condición «de etarra». «El tío hacía gestos». M. Ch. G. le conminó a que no se resistiera al entrar en el patrullero. «Sé que no puedo hacer nada», dijo. «Pues ya sabes», respondió. M. Ch. G., «al llegar a casa», se «desplomó». «No quería hablar con nadie». Al quinto día, para salir de esa dinámica de paranoia justificada, regresó al trabajo. Tenía 49 años. Doce después, reitera: «Sólo hice mi trabajo».