Estreno

«El árbol de la vida»: Poética y evolución

Dirección y guión: Terrence Malick. Fotografía: Emmanuel Lubezki. Intérpretes: Brad Pitt, Jessica Chastain, Sean Penn, Hunter McCracken. USA, 2011. Duración: 105 minutos. Drama:

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En «El árbol de la vida», el «ser en el mundo» se confunde con «el ser del mundo». Hablamos de Heidegger, filósofo alemán sobre el que Malick escribió una tesis doctoral que nunca acabó, y sobre cuyas hipótesis ha vuelto en una película que plantea los conflictos entre gracia y naturaleza, entre la voluntad del hombre y la crueldad de las leyes de la evolución. Se trata, pues, de que la relación entre el individuo y el cosmos sea personal e intransferible: aunque Dios esté en todas partes –Malick es un panteísta de la toda la vida– , es el hombre el último responsable de devolver la armonía a este mundo. Es menos complicado de lo que parece: la Vía Láctea y el Big Bang, el viejo Darwin y la vieja elipsis de «2001». Pero Malick es un ingenuo, o un buen salvaje: está convencido de que está rodando por primera vez, o de que está descubriendo por primera vez una verdad inaccesible para el resto de los mortales. Esta inocencia, combinada con una ambición colosal, consigue que la película sea una experiencia intensa e inolvidable para lo bueno y para lo malo. Es tan admirable la estulticia de su segmento cósmico, que culmina con una miniaturización de «Parque jurásico» en clave Stan Brakhage, como la conmovedora brillantez de su núcleo dramático, la historia de una familia de clase media en la Texas de los cincuenta, contada a ráfagas –de viento, de luz– a través de los ojos de un niño.

El respeto por la mirada infantil, que se nutre más de momentos álgidos que de un relato consistente, hace que el filme sea realmente poético, a pesar de sus delirios seudomísticos, que incluyen un epílogo celestial en una playa. Es en la descripción elegíaca de una dinámica familiar dominada por la frustración de un padre autoritario (Pitt) y el encanto primordial de una grácil figura materna (Chastain) donde Malick parece sentirse en su salsa. Es en el paraíso perdido de la infancia donde los genios saben que pueden revolcarse en el fango y salir ilesos.