Miranda de Ebro

España: la última frontera

A menos de una hora de tren, entre las cajas y expedientes de un archivo apenas explorado, aguardaban docenas de historias desconocidas. Cientos de relatos sepultados entre la caligrafía burocrática de la administración que nadie había leído y que esperaban un lector adecuado.

A walter benjamin: El monumento de Karavan en Portbou. recuerda al filósofo, que también buscó refugio en España
A walter benjamin: El monumento de Karavan en Portbou. recuerda al filósofo, que también buscó refugio en Españalarazon

La cifra de personas que de forma clandestina atravesaron la frontera pirenaica desde Francia a España entre 1940 y 1945 es muy difícil de precisar. Los historiadores manejan el número orientativo de 40.000, pero nadie lo sabe con certeza.

Rosa Sala cedió a la curiosidad y, como recompensa, encontró cientos de cartas, peticiones, informes y fotografías sin estudiar. «Era increíble que a partir de esos papeles secos y ese lenguaje administrativo, surgieran historias tan vivas. En ellos aún se percibía la angustia, el miedo, la esperanza y, también, la felicidad de esas personas cuando se alcanzaba la libertad».

La traductora, autora también del conocido y celebrado «Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo», recuerda a 23 personas anónimas, sus testimonios y vivencias en «La penúltima frontera. Fugitivos del nazismo en España», que edita Global Rhythm en su colección Papel de Liar.

Entre los relatos que ha rescatado la historiadora, llama la atención el caso terrible y desesperanzador, de un muchacho polaco. Frisaba los 16 años y había perdido a sus padres en Polonia en un bombardeo del ejército alemán. Una experiencia traumática que le dejó mudo.

Alcanzó España como pudo y fue arrestado. La declaración la hizo por escrito y en francés, porque no hablaba. «Lo encontraron en mitad de un camino y le enviaron a un hospicio para que lo cuidaran. No tenía a nadie en el mundo, y, en aquel ambiente, sin amigos, sin poder comunicarse, intentó suicidarse. Le escribió una carta al director del centro para que le soltase y así poderse quitar la vida sin que eso supusiera un trastorno para él y la institución que le había acogido. El encargado reconoció a sus superiores que no tenía capacidad para vigilarle las 24 horas del día. El suicidio, además, iba contra los principios católicos. Determinaron liberarle en la frontera. Justo en el mismo lugar donde le habían hallado. No se sabe si se suicidó o no. Pero con esa edad, sin medios y en ese ambiente...».

El caso Dreyfus

Para la guardia fronteriza esas detenciones solamente formaban parte de su trabajo. Una tarea más dentro de otras rutinas. Los refugiados eran arrestados por un solo delito: cruzar clandestinamente la frontera. «Parece que la Policía que vigilaba esos pasos hacía muchas veces la vista gorda. Se les podía sobornar de una forma sencilla por unos cigarrillos o algo de dinero. Eran transigentes con los niños y las mujeres. Pero desconocemos con qué frecuencia sucedía esto, porque también había algunos que actuaban con celo. Estaban fuertemente ideologizados, como era el caso de un tal Fausto Alonso».

 Entre las personas que recibían el alto de las patrullas en los Pirineos abundaban los «pasadores» de frontera. Vivían en cuevas y se dedicaban, por una suma o por convicciones políticas, a llevar a fugitivos de Francia a España. Uno de ellos fue Valerio Pintó. Pero quien atrae la atención es Dreyfus, un espía de los aliados al que sorprenden huyendo. «Lo atrapan y lo someten a un interrogatorio. Un guardia civil se hace pasar entonces por partidario de Charles De Gaulle y confiesa muchos datos importantes de la política internacional de ese momento. Es relevante porque sus declaraciones pueden estar vinculadas a la historia de uno de los militares franceses más controvertidos, Weygand, que luchó contra los alemanes y al perder la guerra se alió con el régimen de Vichy, donde ocupó el puesto de ministro de Defensa. Para algunos, Weygand, no obstante, era un partidario de De Gaulle y los británicos que actuaba de manera solapada. Lo curioso es que fue arrestado por la Gestapo después de que Dreyfus hablara con las autoridades españolas, lo que demuestra que el papel de España en esos años iba más allá de la neutralidad».

La mayoría eran liberados después de unas semanas o meses de prisión, pero los expatriados, como los judíos no reconocidos por el Tercer Reich, pasaban encerrados más tiempo, hasta que una institución internacional, como la Cruz Roja, hacía de intermediaria. «España era la última frontera, porque desde aquí podían ir a Estados Unidos o Israel –explica Rosa Sala–. De hecho, a partir de 1943, con la derrota alemana en Stalingrado, España comienza a apoyar a esos refugiados, les proporcionan papeles, medios para subsistir y los embarcan hacia el destino que querían». Una de las historias terrible es la que protagonizó la enfermera Angeline Melliez.

«Cruzó los Pirineos junto a un grupo de soldados británicos –explica la escritora–. Lo hizo por motivos idelógicos. Provenía de una familia católica y de la alta burguesía. Fue enviada a una cárcel, junto a prostitutas, que le contagian la tuberculosis. Para estos reos, que los encerraran con presos comunes era una humillación. En esa época, la clase social aún contaba. Murió soltera. Según sus familiares, con los que contacté, era una mujer dura, poca dada al afecto».

Y después, los alemanes

Rosa Sala reserva para el final la historia de un nazi como paradoja de todo este capítulo desconocido y, también, para comparar el trato que recibían unos y otros. Cuando las tropas aliadas desembarcaron en Normandía, cambiaron las tornas. Los soldados del Reich eran, ahora los fugitivos y los que comenzaron a cruzar la frontera española para evitar los juicios que más tarde empezarían en Nuremberg por los crímenes cometidos. La Policía hizo lo habitual, lo mismo que con los demás refugiados: arrestarlos. A algunos se les mandó al campo de concentración de Miranda de Ebro. Allí coincidieron los judíos y antifascistas que huían de la Alemania de Hitler con los nazis que escapaban de los aliados. «Sólo hay que imaginar la tensión. Las autoridades tuvieron que dividir el campo por la mitad para separarlos».


Jenny Kehr, amor en el infierno
Bajo la capa de los años, del pasado, esperaba, entre otros nombres, el de Jenny Kehr (en el retrato de abajo junto a su marido). Una historia épica y también dramática –como la de la enfermera Angeline Milliez (en la imagen superior), repleta de hechos fascinantes y proezas, pero teñida por un triste final inesperado. Tenía familia, hijos y su marido había fallecido en el año 1939 sin que eso la desanimara ni le restara las ganas de luchar en la vida. Encontró de nuevo el amor en el lugar más inesperado, un sitio que era un calco del infierno, un campo de concentración de los que proliferaron en la década de los cuarenta para ignominia de la humanidad y de quienes la defienden. Juntos, su nueva pareja y ella atravesaron los Pirineos en el invierno de 1942, uno de los más duros y terribles de la época, sin ceder a las dificultades, al frío y a la nieve. «Nada más sorprenderles, los detuvieron y tras los preliminares de costumbre, los enviaron a otro campo de concentración, el que había instalado en Miranda de Ebro. Pero ese recinto solamente estaba destinado y acondicionado para hombres. Ante esa contrariedad, las autoridades españolas la pusieron otra vez bajo jurisdicción del Gobernador Civil de Lérida», comenta Rosa Sala.

La historiadora recuerda que durante esos años «las fronteras estaban todavía ocupadas por los nazis y la solución final ya funcionaba» sin complejos en una Europa invadida. «Dieron orden de deportarla por ser judía –prosigue la autora–. Antes de entregarla debía pasar una noche en la cárcel de mujeres de Barcelona, pero en esta ocasión, no le requisaron las pertenencias, algo habitual. Después de todos los avatares que había padecido y del amor reencontrado donde nadie podría pensar, Jenny terminó suicidándose con un cinturón en su celda. Esa desesperación que desprende ese hecho aún me pone la piel de gallina».