Bogotá

Garzón desde Bogotá por José Miguel Serrano

La Razón
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Ha hecho Garzón responsable al Secretario de Estado de Seguridad de los riesgos que se deriven de la reducción de la escolta y de la perdida del coche blindado al que parece que el magistrado expulsado de la carrera, y siempre según su peculiar interpretación, tiene derecho a perpetuidad. La actitud de Garzón puede ser buen ejemplo de la pérdida del sentido de la medida que acompaña al antiguo juez en sus declaraciones y también, según reiterada jurisprudencia del Tribunal Supremo, en sus actuaciones judiciales. La pérdida de una función, incluso en circunstancias normales de traslado a otra, tiene anejas un cambio en las condiciones de seguridad. El Estado no mantiene ninguna obligación ni tiene posibilidad de mantener un sistema de protección a todo magistrado que pase por la Audiencia o el Supremo. No lo hace con todos los fiscales. Ni con todos los responsables policiales. Ni con todos los políticos.

Y hablamos de personas que se jubilan o pasan a otra función. No es el caso de Garzón, al que el Supremo encontró culpable del delito específico de los jueces, la prevaricación. Uno puede pensar, más en las circunstancias actuales de reducción de gasto público, que el Secretario de Estado tiene una gran dificultad en justificar el mantenimiento de privilegios a una persona expulsada de la carrera judicial por sentencia firme. Y eso, un privilegio, es el mantenimiento de policías destinados a la escolta de quien abusó de las facultades concedidas al juez de instrucción. Podría el Secretario de Estado responder retóricamente que la responsabilidad de la nueva situación de seguridad de Garzón la tienen los jueces del Supremo; pero sería en sentido estricto igualmente injusto. La responsabilidad de la situación del antiguo magistrado la tiene específicamente él; muy estrictamente la peculiar interpretación del derecho de defensa que desarrolló en dos autos que le permitían instruir mientras escuchaba o leía las conversaciones entre los acusados y sus abogados. Abogados, por cierto, sobre los que en su inmensa mayoría no había el menor indicio de criminalidad.