Inmigración

«La Jungla», última parada hacia la tierra prometida

LA RAZÓN visita el campamento de Calais, donde miles de inmigrantes esperan subirse al camión o al tren que les lleve a Reino Unido

Una inmigrante espera cerca de Calais para saltar la valla que la separa de las vías. Una vez allí intentará subirse a uno de los trenes que cruzan el Canal de la Mancha
Una inmigrante espera cerca de Calais para saltar la valla que la separa de las vías. Una vez allí intentará subirse a uno de los trenes que cruzan el Canal de la Manchalarazon

LA RAZÓN visita el campamento de Calais, donde miles de inmigrantes esperan subirse al camión o al tren que les lleve a Reino Unido

«Irán, Turquía, Grecia e Italia», contesta en retahíla Said, un paquistaní de 56 años. «Sudán, Egipto e Italia», relata un joven sudanés llamado Kalid. Todos estos periplos vitales tienen como destino común un campo de refugiados a las afueras de la localidad francesa de Calais –denominado por sus propios moradores como «La Jungla»–, paso previo para alcanzar la tierra prometida –Reino Unido– siempre y cuando consigan colarse en el Eurotúnel. «La Jungla» se encuentra a unos cinco kilómetros del centro de la ciudad y a siete del túnel que conecta los dos países.

«Quiero sentirme seguro, continuar mis estudios, no meterme en problemas, no sentirme en peligro una vez más», asegura Kalid. Es un novato, sólo lleva cuatro días en este campamento. Estudió Medicina en su país durante dos años y huyó rumbo a Filipinas para escapar de la persecución política. Cree que hablar inglés le abrirá las puertas en Reino Unido y, por eso, no contempla quedarse en Francia. Ante la imposibilidad de labrarse un futuro en el país asiático decidió viajar junto a su hermano a Italia desde Alejandría. El pasaje en un pequeño barco para los dos les costó 6.000 euros. Estuvieron a punto de naufragar y explica que aunque siempre se aconseja en este tipo de situaciones que dos miembros de la misma familia no viajen juntos, ellos decidieron no hacerlo. Han ganado una pequeña batalla. Siguen vivos y unidos. Sorprendidos por las pocas atenciones que reciben en este improvisado campo de refugiados que tiene visos de convertirse en una nueva Lampedusa y en el que las ONG se encuentran saturadas ante la avalancha de los últimos días: «En Italia la Cruz Roja nos ayudaba, aquí nadie nos da nada», resume Kalid.

Said regentaba una tienda de aparatos electrónicos en Afganistán. El resto de su familia sigue en el país: su mujer y sus hijos de 18,16 y 14 años. En un inglés rudimentario explica que lleva ocho meses en la «La Jungla» y no ha pasado ni un solo día en el que no haya intentado dar ese gran salto que supone una nueva vida , una nueva muerte, o un nuevo fracaso. Entre los recién llegados hay muchos nacidos en Eritrea. Intentamos hablar con una chica de este país. Tiene 17 años pero no quiere identificarse. Se mueve en un mundo de hombres. Lleva dos meses en el campamento y cada día intenta colarse en uno de los camiones que atraviesan el Canal de la Mancha. No ha habido suerte, pero persevera. Posee la constancia de los que no tienen nada que perder.

«La Jungla» no es un nombre inventado por los medios de comunicación. Sus propios habitantes utilizan este apelativo con sorprendente naturalidad, no como denuncia ni como petición de auxilio. Simplemente para denominar el sitio en el que viven. No se sabe con exactitud cuántas personas habitan en este conjunto de chabolas y tiendas de campaña en las que, a pesar de todo, bulle la vida. Algunas cifras hablan de 3.000 personas hacinadas buscando un futuro mejor.

En este lugar hay un iglesia, baños, tiendas y hasta un improvisado restaurante. Comer un plato de pollo cuesta dos euros y medio. Con pan la cuenta sube a tres. La comida la prepara un simpático afgano que regenta esta caseta improvisada como quien hubiese cumplido el sueño de su vida, el de poseer un negocio.

La llegada masiva de inmigrantes a este punto de Francia ha levantado tensiones con Londres. Ya las hubo por el tema migratorio en 1999, cuando se puso en marcha el campo de refugiados de Sangatte, en el norte de Francia, muy cerca de Calais. Pero en esta ocasión, la situación parece que puede desbordar las perspectivas de los gobiernos implicados.

En los últimos días, hasta 200 personas han esperado a que anochezca para colarse por las rendijas de las vallas que protegen el Eurotúnel. Huyen de guerras, miserias, persecuciones políticas y religiosas. Llegan a Europa con la esperanza de hallar una tierra que hable de derechos humanos. Pero lo que tienen hasta ahora es «La Jungla», un lugar que a pesar de todo posee sus reglas. Nadie puede entrar calzado en la improvisada iglesia. El pequeño templo es obra de un joven etíope de 28 años que dice llamarse Lanma Solomon y que porta en el cuello un rosario de plástico. Tardó dos meses en levantar las paredes de este lugar sagrado al que acuden a rezar católicos y también algunos ortodoxos. Solomon se lamenta de que hasta ahora no han conseguido atraer a ningún sacerdote para que organice una misa, pero lo están intentado. Cuando se le pregunta por qué se juegan la vida cada noche intentando alcanzar lo que ellos ven como la tierra prometida, Solomon asegura que no hay riesgos: «Es la vida o la muerte».

El día a día en «La Jungla» transcurre con aparente tranquilidad. No hay peleas por cuestiones religiosas, pero sí por diferentes «mentalidades», explica Solomon. Sólo come una vez al día, sobre las cinco de la tarde, y es entonces, al hacer la cola, cuándo surgen las rivalidades.

En «La Jungla» también hay un grupo de sudaneses que saludan con gran efusividad a una mujer francesa de mediana edad. Han conseguido construir una rudimentaria escuela para aprender francés. No quieren viajar a Reino Unido y prefieren establecerse en Francia, donde aspiran a conseguir el estatuto de refugiado. La francesa a la que saludan es una profesora llamada Silvie, su profesora: «Hace casi dos años que comencé a venir casi cada día, la situación no era normal», relata a LA RAZÓN Silvie, quien al tener tiempo libre decidió dedicárselo a este grupo de jóvenes inmigrantes. Explica que «son muy amables y muy voluntariosos», y «que me dan más de lo que yo aporto». Dice que su trabajo no es fácil, sobre todo para aquellos que no dominan el inglés, pero cree que merece la pena. Quizá pocas personas como Silvie encarnen el ideal europeo que los inmigrantes sueñan con encontrar en su viaje a la tierra prometida.