Cuba

Un año sin Fidel

Tras la muerte del dictador cubano nada parece haber cambiado en la isla. Sin libertades ni iniciativa privada, y sin un sustituto de Raúl Castro a la vista, los cubanos siguen sumidos en la miseria.

Un estudiante de un colegio sostiene un cartel con la imagen de Fidel Castro en un homenaje en La Habana al fallecido dictador
Un estudiante de un colegio sostiene un cartel con la imagen de Fidel Castro en un homenaje en La Habana al fallecido dictadorlarazon

Tras la muerte del dictador cubano nada parece haber cambiado en la isla. Sin libertades ni iniciativa privada, y sin un sustituto de Raúl Castro a la vista, los cubanos siguen sumidos en la miseria.

Las muertes de los dictadores nunca se ven ayunas de cambios. En ocasiones, el paso siguiente es declarar el régimen periclitado y dar paso a una transición más o menos democrática. En otros casos, al menos se produce una cierta dulcificación del despotismo como sucedió tras la muerte de Stalin o de Mao. El sistema sobrevive, pero todos saben que nunca se volverán a vivir los excesos del sangriento ayer. En esto, como en tantas cosas, Cuba es diferente.

De entrada, Fidel Castro, el Caballo, se pasó muriéndose una década. Desde el 26 de julio de 2006 hasta el 25 de noviembre de 2016, su fallecimiento fue anhelado o temido. Cuando tuvo lugar, en términos generales, la Historia lo absolvió porque la izquierda seguía embobada contemplándolo como el personaje al que no logró vencer Estados Unidos y la derecha volvió a caracterizarse por confundirse con el paisaje más que por defender los principios que la caracterizan. Quizá –seamos honrados– no podía ser de otra manera cuando Obama, el presidente de la nación archienemiga, y el papa Francisco habían tendido la mano a Raúl Castro. El régimen no había cambiado con Raúl en la década anterior y tampoco lo ha hecho después de la muerte del Comandante. A decir verdad, hasta da la sensación de que Raúl podría pretender una continuidad dinástica. No se encarnará ésta en su hija Mariela, una sexóloga de verbo rotundo, pero cuesta creer que su hijo, el coronel Alejandro Castro Espín, criado a los pechos del KGB, esté dispuesto a marcharse al exilio como si fuera un pariente del dictador Trujillo.

Tampoco da la sensación de que su nieto y guardaespaldas, Raúl Guillermo Rodríguez Castro o que su yerno el general Luis Alberto Rodríguez López-Calleja, el capo de Gaesa, estén por la capitulación. De momento, no hay novedad en Cuba. En las últimas elecciones locales que algunos saludaron hace pocos meses como una muestra de apertura del régimen, se peinó cuidadosamente a los candidatos para que no pudiera concurrir ni un solo no-comunista. Alcanzaron el odioso objetivo sin mucho esfuerzo. Comunistas se presentaron y comunistas salieron.

Algo similar puede decirse de la libertad de expresión o de creación. A los novelistas oficiales del régimen se les permite escribir alguna novela policiaca donde aparecen funcionarios corruptos para que quede claro que el sistema como tal sí que funciona y que, tarde o temprano, enchirona a los malos. Al disidente domesticado hasta se le deja salir a firmar libros al extranjero y al que dice la verdad se le hace la vida imposible o se le encarcela. Con unas libertades públicas inexistentes, ni siquiera queda el consuelo magro de pensar que, al menos, el sistema económico evolucionará en la misma dirección que lo ha hecho la República popular China o incluso Vietnam.

En la isla hay dos millares y medio de empresas grandes y medianas que van de la hostelería a los aeropuertos pasando por las destilerías o las fábricas de cemento. Son regidas con zarpa de acero por militares de alta graduación y cuando éstos dan excesiva señal de no tener ni de lejos la capacidad para mantener en pie las empresas, la dictadura castrista opta por traerse algún socio de fuera al que no hacen precisamente la vida fácil.

La iniciativa privada se limita para la aplastante mayoría de los cubanos a abrir un restaurante, conducir un taxi o poner una pizzería. Los desgraciados cubanos ni pueden invertir ni mucho menos soñar con ampliar el mísero negocio tolerado desde el poder. A diferencia del coloso chino, en Cuba la gente del pueblo se halla confinada a ocupaciones deplorables y las empresas que merecen siquiera por aproximación tal nombre se ven controladas por oficiales del Ejército de cuyo conocimiento económico hay más que fundadas dudas.

En teoría, a finales del mes del mes de febrero próximo, Raúl se retirará y casi todos piensan que lo sucederá su primer vicepresidente, Miguel Díaz-Canel. Puede que sí o puede que no. Lo cierto es que mientras el presidente Trump no pasa de las palabras frente al régimen porque hay demasiados intereses empeñados en negociar con la isla y mientras los exiliados en Miami sueñan con un final del régimen que recuerde al de Benito Mussolini colgado cabeza abajo, nada ha cambiado en Cuba y previsiblemente nada lo hará.

A fin de cuentas, ni los cubanos son chinos ni la isla cuenta con la riqueza demográfica y natural del inmenso país asiático, ni el régimen ha dado todavía con una salida de continuidad que permita a su Nomenklatura conservar todo lo acumulado en seis décadas.