Valencia

Embutidos & chacinas, raíces profundas

Percibidos como paradigma de la gastronomía popular suscitan reacciones de amor eterno y consumo incondicional

La sobrasada sube al abismo gustativo
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Percibidos como paradigma de la gastronomía popular suscitan reacciones de amor eterno y consumo incondicional

A la espera de los intensos fríos de febrero, esos que se cuelan rotundamente, previo aviso televisado, nos preparamos para entronizar el consumo de embutidos en la Muestra de Requena. Nuestro entorno inmediato formado, en su mayoría, por conversos se interesa en acompañarnos. Aceptamos pero con una condición, que eviten el tono conminatorio.

Durante el viaje entramos en conflicto. Algunos conversos piensan que su anterior militancia cárnica fue un paréntesis desgraciado. Titubeamos inicialmente pero lucharemos más que nunca por cambiar ese criterio. Para lograrlo usaremos todos los embutidos que tenemos a mano. La eficacísima oratoria, de puesto en puesto, como un mantra serrano, se repite y repite hasta que el paladar se actualiza.

En absoluta correspondencia con la hiperestimulación cárnica nos asomamos para disfrutar sin límite alguno. Al llegar sufrimos un rapto ensoñador ante un mundo de propuestas. Embutidos nativos y chacinas locales son súbitamente encumbrados, mientras se reafirma su consumo como producto universal. Sin objeción posible. Escuchamos una concisa frase que tendrá consecuencias infinitas durante la jornada. «Estos chorizos están de miedo. No dejéis de probarlos».

Las longanizas frescas y de orza necesitan un escenario y la muestra les regala todo el protagonismo. Nos reencontramos con el salchichón en sus dos formatos vela y sarta, en forma de herradura. El abismo gustativo sube y se desborda al descubrir con asombro y futura veneración la sobrasada al cava. El consumo incondicional nos lleva a flirtear con todas las chacinas posibles: como el clásico perro, embutido cilíndrico y achatado de gran formato.

Nunca debemos echar en saco roto lo que un sabio dice. Olvidar los consejos puede costar caro. Nuestra historia está plagada de ejemplos. «Probarlo pero pica un poco», indican desde el mostrador. «Uff...» Chorizo picante a la vista. Saludos al cuerpo de bomberos. Más vino por favor. Calma que no cunda el pánico.

La feria nos concede en su retorno cíclico la gracia de rememorar sabores pretéritos, como la fantástica gueña. Nos invade la nostalgia. Vuelve la interminable riada de sabores monumentales.

Quiere el gusto, tan fielmente caprichoso, situar en el mismo pináculo a chorizos y morcillas. Lo que parecía un escollo didáctico para reconvertir a nuestros acompañantes, se concreta en un éxito real. Confrontar entre panes la longaniza blanca con la morcilla de orza resulta de una actualidad esclarecedora. Se presenta como un «esmorzaret móvil» en el que los sabores se redistribuyen y se diseminan entre paladares atónitos.

La barbacoa interminable alcanza unas cotas evocativas inesperadas. El embutido convertido en estrella o asteroide culinario culmina su apoteosis. El delirio cárnico es ya completo. Huimos del guión perfectamente armado con respuestas precocinadas a preguntas previsibles. Experimentamos metidos en el minucioso ensamblaje de una ristra de chorizos. Procedemos al reparto «Probar y decirme que os parece». «Fantástico, de este habrá que comprar». Encajamos con alegría y orgullo las buenas noticias demoscópicas en tiempo real.

Asistimos asombrados al retorno de los supuestos conversos, tras un duro éxodo vegano. Ocurre lo inevitable. El gélido aprecio inicial se transforma en la sacralización del consumo incondicional. Prueba superada. Las enigmáticas brumas gustativas se han disipado del todo.

Extrapolamos conclusiones elevándolas a caracteres generales: Los embutidos no «bastarlizan» la dieta mediterránea, la complementan de manera clara. Percibidos como paradigma de la gastronomía popular, los embutidos suscitan reacciones de manual: Amor eterno de consumidores cotidianos y rechazo de «villanos» contrarios al consumo recurrente que nadie tiene derecho a arrebatar. Calumniados de manera intemporal, por supuestos estudios médicos, los embutidos se infiltran en almuerzos y comidas dejando una huella indeleble. Su excarcelación gustativa aparece como la asunción universal del derecho de cada comensal a vivir libre en su elección.

La actualidad se ha empecinado en que los embutidos tengan más valor que nunca. Aunque la amnesia gustativa es una de las afecciones más comunes de la sociedad comensal no debemos olvidar las raíces profundas de embutidos y chacinas.

«Erre que erre»

El gusto de las masas se alimenta de ilusiones y no hay ilusión más consoladora que el desfondamiento de los supuestos informes de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Aunque algunos siguen, «erre que erre», con su «docta ignorancia». Su falta de idoneidad para dirigir la certificada dieta mediterránea de forma artificiosa es evidente. El consumo cotidiano es una lección gustativa contra el olvido del presente inmediato. Una forma de luchar contra la censura hacia nuestros hábitos alimenticios. No dudamos de la buena intención de algunos, pero que abandonen la práctica de querer aleccionar.