Vaticano

Adiós, Paloma

La periodista acaramelaba las incidencias pontificias, cuyos intríngulis conocía como nadie
La periodista acaramelaba las incidencias pontificias, cuyos intríngulis conocía como nadielarazon

Lo exaltó Alberto Cortez en una de sus canciones, «Cuando un amigo se va». Y pocos tan queridos y entrañables como Paloma Gómez Borrero. Deslumbraba con su sonrisa perenne y ojos de un verde luminoso. Reencarnaba lo angelical. En Roma tenía su piso matrimonial en la Vía degli Angeli, a un paso del Vaticano, del que como corresponsal informó en TVE, hasta que después de muchos años y gran seguimiento la cesó una inexplicable alcaldada con envidiador trasfondo judeo-masónico. Nunca lo superó. Hablar del Santo Padre –incluso del Francisco actual con el que no comulgaba como juanpaulista acérrima– no era un coñazo: Paloma acaramelaba las incidencias pontificias, cuyos intríngulis conocía como nadie. Humorísticamente le aconsejaba que escribiera unas nuevas «Llaves de San Pedro», obra máxima de Roger Peyrefitte sobre la deshumanización e intereses que hay de puertas adentro. Reía ante lo que encontraba disparate propio de mi escepticismo: «¿Pero qué barbaridad propones? ¡Estás loco!».

- Antigua usanza

Católica profunda y convencida, nunca olvidaré cómo Maruja Díaz la llevó con la cruz a cuestas cuando, con la madre de Alejo García, movió una audiencia con el Pontífice que idolatraba. Como folclórica a la antigua usanza, Maruja nos dio el viaje. Empezó por mí cuando rechazó la residencia religiosa que Paloma había escogido para alojar a las señoras. Yo iba por libre a mi hotel, Anglo Americano, en Piazza Barberini, a escasos pasos de la Plaza de España. Maruja torció el morro considerando lo alejada que quedaba del centro: «Aquí no me quedo, ¡esto es una mierda!», soltó con el mismo ímpetu que cantando «Banderita, tú eres roja». «Me voy al mismo hotel que Mariñas», aseguró con la desgracia de que estaba completo. «Pues compartimos habitación», decidió sin consultarme. Nos dieron una doble con hueco para el servicio. «Me quedo con ésta», eligió mandándome al cuarto de servicio en el que madrugué para pasearla por los empedrados romanos donde se clavaban sus altos tacones de aguja. Había que tirar de ella, un número. «Paloma, no puedo con ella», me lamentaba impotente a una Gómez Borrero comprometida con la «mamma» García. «Pues yo quiero una tortilla de patatas», exigió Maruja en una pizzería donde la miraron con alucine y acabó haciéndosela una extremeña que la periodista conocía desde hace años. Resultó deliciosa, como lo fue verla afanarse en la audiencia. Nosotros en un estrado a la siniestra del Papa y ella, de rigurosa mantilla española negra, levantando el brazo para saludarnos. «No mires», alertaba Paloma asustada después de montarla en nuestra embajada ante la Santa Sede. Pretendía ver al Nuncio, algo que Paloma torpedeó imaginándose el caos que provocaría envisonada hasta la peluca con alto casquete marrón. Mientras intentaba hablar con Raffaella Carrá para cantar en su programa –y lo consiguió–, la arrastramos por el rastro dominical de Porta Portesse, incapaz de moverse sobre los «stilettos». Maruja nunca pagaba nada, hasta que me planté y le dije a Paloma: «Como metas la mano en el bolso, te retiro la palabra. Yo diré que se me acabaron las liras». Así lo hicimos y la agarrada cantante sacó dinero del sujetador. Nos apretábamos en un destartalado «600» color crema que Paloma conducía como una loca por el endemoniado tráfico romano. Volaba, como su nombre.

Cuando el Mundial de Fútbol de 1990 en Roma fui al primer concierto de los tres tenores: Pavarotti, Plácido y Josep Carreras. Carlos Caballé, representante de este último, supuestamente reservaba el hotel. Llegamos el 7 de julio. Carlos estaba enfermo en Barcelona y su secretario no había hecho nada. Roma estaba a tope de hinchas. No había ni un portal donde refugiarnos y Paloma nos metió en su amplio piso de la Vía degli Angeli, que parecía dedicado a una caridad mantenida hasta su muerte.

- Irrealidad

Nos veíamos a menudo. Nunca se quejaba. Yo ponía irrealidad a su larga estancia española con semanales visitas a Roma para estar con los suyos. Se reincorporó a la tele con sus deliciosas anécdotas. La metí en la Peña IV Poder, que el otro día en Casa Lucio recibió a Alaska y a su madre, que lanza libro con recuerdos de cómo salió de Cuba. Se instaló en México, donde las conocí, y se hizo española: «Así me considero porque de Cuba me echó Fidel. Volví el año pasado y ahora regresó mi hermano. Sigue como si Castro viviera. México nunca me acogió y España me dio su nacionalidad», evocó a sus increíbles 88 años con un cutis terso y la mente fresca y divertida. La cantante sigue haciendo teatro con Bibiana, Manuel Bandera y Vaquerizo, aunque de cara al verano no podrá simultanearlo con sus conciertos. Vaquerizo y ella continúan llenando donde van cada fin de semana, en eso quedaron las antiguas giras de meses con largas temporadas en Barcelona, Valencia o Bilbao. Junto a Bibiana y Bandera triunfan con «El amor está en el aire», aunque yo me quedo con «Cuando un amigo se va». Nunca olvidaré a la Borrero. Adiós, Palomita.