Actores

El peor show de Bill Cosby

El «abuelito» de América, el que en los setenta reinó la pequeña pantalla, ha dejado un aire de incredulidad y decepción entre sus seguidores, que hoy ven cómo el actor, a sus 79 años y al borde de la ruina económica, se sienta en el banquillo acusado de violación por una ex jugadora de baloncesto

Su casi nula visión, afectada por una enfermedad ocular degenerativa, obligó al actor a usar bastón para poder acceder el pasado martes a los juzgados
Su casi nula visión, afectada por una enfermedad ocular degenerativa, obligó al actor a usar bastón para poder acceder el pasado martes a los juzgadoslarazon

El «abuelito» de América, el que en los setenta reinó la pequeña pantalla, ha dejado un aire de incredulidad y decepción entre sus seguidores, que hoy ven cómo el actor, a sus 79 años y al borde de la ruina económica, se sienta en el banquillo acusado de violación.

Alos creadores de «American Horror Story» alguien debió sugerirles que para adormecer la credulidad del espectador y chutarle escalofríos no necesitas vampiros, brujas, hombres lobo, extraterrestres, trasgos y fantasmas. Que basta con abrir las páginas de sucesos. Que la realidad acostumbra a ser más desquiciada y turbia de lo que jamás escribirá el mejor guionista. Añadan al deleite que muchos de esos líos los han protagonizado los muy ricos y famosos y encenderán a la audiencia. Nació así «American Crime Story», inaugurada con la asombrosa historia de O.J. Simpson, el negro-blanco. O mejor, el negro que aspiraba a que nadie reconociera el color de su piel en una época, años 60 y 70, en la que ardían las calles con las manifestaciones de Martin Luther King y el coraje de Mohamed Ali. Simpson fue estrella del deporte, quizá el hombre más rápido que jamás pisó un estadio de fútbol americano. Un encantador de serpientes. Un maltratador y, finalmente, un asesino a los ojos de casi todo el mundo excepto del jurado que vio su caso.

Tampoco sería extraño que en las próximas entregas de «American Crime Story» aparezca otra personalidad negra con el currículum salpicado de orines: Bill Cosby. El abuelito de América, el hombre que reinó en televisión, arquitecto de una familia rutilante y unida, algodonosa e imposible, una familia que era el arquetipo de todas las familias descontado cualquier resto de neurosis, el odio, los celos y la avaricia, está ante su día «D». Compareció esta semana en el estrado para testificar como acusado en el juicio por los presuntos abusos a los que habría sometido a Andrea Constand, la única mujer que ha podido defender sus argumentos ante un tribunal. En realidad, ya son más de 40 las féminas que acusan al abuelito del jersey alpino de abusos sexuales. Pero o bien denunciaron demasiado tarde o bien habían prescrito los posibles cargos. En el caso de Andrea, antigua jugadora de baloncesto en su etapa universitaria, tenía 30 años, es homosexual, ha reconvertido su vida mediante el yoga, y conoció a Cosby en 2002, cuando ella trabajaba en la Universidad de Temple, de la que el actor era su antiguo alumno más reconocido y un poderoso mecenas. Ni en sus ácidas noches de insomnio habría imaginado que algún día estaría delante de quien le acusa de drogarla para abusar de ella, un patrón repetido sistemáticamente en los testimonios de quienes claman por su condena y lo describen como un delincuente sexual.

Durante casi diez horas Constand, quebrada el primer día y firme el segundo, ha repetido su matraca delante de la Fiscalía y los abogados defensores. Los leguleyos de Cosby la han sometido al tercer grado. Buscan inconsistencias, agujeros negros, errores, dudas, mentiras, pasos en falso, torpezas, contradicciones... Expertos penalistas han preguntado por qué demonios tardó casi un año en acudir a la policía. Parece que fue su madre la que insistió en denunciar. Constand habría esperado 12 meses para contárselo. La progenitora incluso telefoneó a Cosby, que no dudó en disculparse al tiempo que hablaba de sexo consentido. Incluso afirmó que ella tuvo un orgasmo y se ofreció a pagarle un curso a la chica.

Entrevistado por el «New York Times», Brian Pinero, vicepresidente de la Red Nacional de Servicios a las Víctimas de Violación, Abuso e Incesto, habla de la dificultad de acusar «al padre de Estados Unidos». Otros expertos enfatizan que resulta habitual que las víctimas tarden en denunciar. Toca primero convencerse de que aquello sucedió, que la persona en la que confiaba era un monstruo y que merece la pena exponerse al bochorno de airear delante de las cámaras tu intimidad. Sumen el hecho de que Cosby no es cualquiera. Le asiste su fama mundial, millones de fans y una engrasada fortuna. Cabe la posibilidad de que todo sea una conjura para desangrarle. Un aquelarre de buscavidas para sacarle los ahorros. Un circo mediático a mayor gloria de los índices de audiencia. Eso sí, son demasiadas mujeres, y sus testimonios demasiado similares, como para no sospechar de su inocencia.

Desde luego que Cosby ya no bromea, como aquella noche de 2015, cuando al poco de estallar el escándalo le dijo a la asistente de uno de sus espectáculos que tuviera «cuidado con beber cerca mío». Aquel día actuaba en un teatro canadiense. La primera salpicadura contra su imagen bonachona, edulcorada, feliz y responsable llegó en el año 2000, después de que una actriz, Lachele Covington, explicara que Cosby le metió mano y tiró de farmacopea. La cuestión resulta creíble porque el propio Cosby, hace años, admitió en un proceso civil que había comprado un fármaco con la intención de dormir a Constand para luego mantener relaciones sexuales. No acabó entre rejas porque hubo acuerdo secreto entre las partes. Parece sensato creer que el pacto comprendía una indemnización millonaria. A mediados de 2015 la investigación volvió a activarse, esta vez por la vía penal. Apenas seis meses más tarde Cosby hacía el paseíllo rodeado de policías.

Ruina económica

Al calor de los focos y las habladurías avanza el juicio del año. No goza de más presencia mediática porque, posiblemente, la gente ha descontado ya la posibilidad de que Cosby sea una víctima y sus acusadores una legión de busconas. E incluso aunque saliera absuelto nadie borrará la evidencia de que al tiempo que alardeaba de un matrimonio con cimientos de granito iba por la vida y los platós como un sátiro. Mala cosa si tu principal papel, que iba y venía de la televisión a la vida real, consistió en presentarse como gran valedor de la lealtad matrimonial y otros virtuosos atributos. De ser hallado culpable acabará en la cárcel. Si lo consideran inocente arrastrará el aura fatal del ídolo embarrado. Alguien incapaz de reconciliar su imagen pública y sus vicios privados, al tiempo que media América siempre sospechará que tiene que agradecer a su fama y fortuna, y no a su comportamiento modélico, el haberse librado de la trena.

Hay más. La ruina económica. En una nota devastadora la revista «Forbes» ha explicado cómo, en apenas un año, Cosby desapareció de las parrillas de televisión luego de ingresar millones durante años gracias a la reposición de sus programas. También suspendió sus giras por teatros. Hoy es imposible encontrar un título suyo en plataformas como Netflix o Hulu. Tampoco nadie llama a su puerta para que publicite sus productos. Es el apestado, el innombrable, por más que, según Ville Salminen, experto en ratings al que ha entrevistado la periodista Dana Feldman, de Forges, «las búsquedas en Google de “Bill Cosby Netflix” en los últimos 12 meses han aumentado», que la demanda existe y una parte considerable del público querría ver de nuevo «El show de Bill Cosby». Magro consuelo.