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«La Veneno», Pepe Navarro cuenta cómo descubrió a la diva

El periodista, productor y presentador de «Esta noche cruzamos el Mississippi», Pepe Navarro, recuerda para LA RAZÓN que «La Veneno» no sólo hizo feliz a millones de telespectadores, sino que logró convertirse en la mujer plena y completa que siempre había soñado ser. Cautivó a la gente porque era sinceridad, bondad pura. Sin artificio, sin impostura, sin aditivos. Una mujer genuina

«La Veneno», Pepe Navarro cuenta cómo descubrió a la diva
«La Veneno», Pepe Navarro cuenta cómo descubrió a la divalarazon

El periodista, productor y presentador de «Esta noche cruzamos el Mississippi», Pepe Navarro, recuerda para LA RAZÓN que «La Veneno» no sólo hizo feliz a millones de telespectadores, sino que logró convertirse en la mujer plena y completa que siempre había soñado ser.

Los felices son los que no sueñan. Los que no tienen la fortuna de serlo, lo hacen a raudales. Cristina, «La Veneno», soñaba con muchas cosas: con una familia que la aceptara, con un marido que nunca pudo tener –«mi perdición son los chulos», repetía una y otra vez–, con un Dios con el que mantenía una relación a su modo y manera, después de muchos problemas con el clero de su pueblo, Adra. Ojalá no tuviera que escribir estas líneas. Ojalá. Pero ha muerto. Y LA RAZÓN me pide unas líneas. No quisiera extenderme, porque tampoco fuimos amigos; sólo compañeros de trabajo. Cuando la grabó Faela Sáinz en su córner habitual del Parque del Oeste y me trajo la grabación, me quedé petrificado: era uno de los seres más magnéticos que había visto en la televisión desde hacía mucho tiempo.

La buscamos de forma incesante, hicimos mil llamamientos por televisión... Pero «La Veneno» no aparecía. Hasta que lo hizo. Ni ella supo explicar los motivos de su ausencia. En su lugar llegó Cristina, que era, si cabe, más auténtica de lo que cualquier telespectador pudo ver en sus intervenciones. No todo es ficción en un programa. La verdad era en ella un todo desde el que tomar impulso hacia arriba y hacia adentro. No un punto de fuga, sino una manera de asentarse mejor en la realidad. Por eso cautivó a la gente: porque era sinceridad. Bondad pura. Sin artificio, sin impostura, sin aditivos. En los retazos de su discurso –plagado de bromas, dichos y chascarrillos: «¡digooo!», «¡me queo muerta en la bañera!», etc...– no asomaba la sola molécula dolorosa de quienes han padecido, porque no hacía bandera del dolor. Su palabra venía impulsada de una cólera que no lo era, sino de la irritación y el daño convertido en uno de los mayores tipos de inteligencia conocidos: el humor. Sabía mudar sus heridas en bromas... ¡y de qué forma!

Yo nunca quería verla antes de entrar en el plató. Ni a ella, ni a ningún otro invitado. Siempre decía que si invitaba a mi padre a una entrevista, quería una documentación de él y no cruzar una palabra con él en la sala VIP. Deseaba que aquello que viera el telespectador me impactara a mí de la misma forma que a él, sin malversación o guión alguno. Fue entonces cuando me encontré con la Cristina espontánea, llena de inteligencia natural, capaz de descolocar a cualquiera, mostrando la exuberancia de su anatomía o descolocando a la audiencia con sus usos y costumbres vitales. Un animal televisivo. El equipo, poco a poco, se fue convirtiendo en su segunda familia: comían, salían de copas, se trataban con ella incluso fuera de la redacción... «La Veneno» les había cautivado. Su arsenal de anécdotas y su experiencia vital les había agarrado el corazón.

Abandonó la calle –o, cuando menos, sólo se dejaba acompañar de quien ella quería, porque «me gustan mucho los chulazos»–, grabó un single, «Veneno pa tu piel» – «¡No sabía que podía cantar, Navarro, con esta voz de tiarrón que tengo!»–, le salieron bolos, invitaciones, presentaciones, entrevistas continuas en Prensa... Estaba imparable; vivía su año de gloria. Por fin, era la mujer plena y completa que siempre había soñado ser, desde su infancia como Joselito.

Pero era una voz sin amo. No había quien la pudiera parar, ni respecto a su lengua, ni a su vestuario imposible ni a su discurso... Pero, ¿a quién le importaba?: Era genuina. Se lamentaba de su falta de formación y, después de la mudanza de «Esta noche cruzamos el Mississippi» de Tele 5 a Antena 3, convertidos ya en «La sonrisa del pelícano», conseguimos el mejor de los pigmaliones: el fallecido Luis Arribas Castro. Como un magnífico profesor Higgins intentó hacer de ella una «My Fair Lady» llevándola al teatro, a la ópera, recomendándola libros, ayudándola con la dicción... Pero al pelícano le hicieron clavar su enorme pico en el pecho y lo derribaron en pleno vuelo. En su caída provocada –política, y con muchas aves rapaces esperando su final– se esfumó bajo su plumaje el sueño de Cristina de convertirse en la que pudo haber sido y no fue.

No sé qué ocurrió después. Nos perdimos la pista, como siempre ocurre en la vida, que nunca es noble ni buena ni sagrada. Ante la posibilidad del llanto escogió el escepticismo y el pragmatismo, así como el camino de una indiferencia que la llevó por derroteros no poco dolorosos. No puedo continuar hablando de lo que ignoro, pero estoy seguro que seguiría siendo la buena mujer que fue, el ser noble que conocí y la grandísima diva que anidaba en ella. Nunca fue un «juguete roto» televisivo. Eso sí lo sé. El Mississippi fue su paso del Rubicón, lo aprovechó y salió airosa de aquello. Nunca se rompe nadie si uno impide que lo hagan. Y ella no lo hizo.

Hoy, a tanta distancia –física y temporal–, sólo puedo decir que me alegro de que nuestros caminos se cruzaran. Celebro haberla conocido, haberme reído con ella, haber asistido a su evolución, haber hecho feliz a tantos millones de telespectadores... El Mississippi no fue «La Veneno», pero Cristina sí perteneció a aquellas aguas en las que un centenar de trabajadores fuimos tan felices y realizamos con absoluta dignidad nuestra profesión: la de informar y entretener... y la incluyo a ella.

Cristina: allá donde estés, ojalá seas feliz. Si de verdad te llegasen a comprender, nadie osaría volver a juzgarte.

Un fuerte abrazo,

Pepe Navarro. ¡Digo!