Artistas

Los cursis y John Lennon

Yoko Ono reunió a miles de personas para formar un símbolo de la paz y celebrar así en Central Park, en Nueva York, el que sería el 75 cumpleaños del cantante

ANNIE LEIBOVITZ Retrato de Yoko Ono y Lennon para la portada de «Rolling Stone»
ANNIE LEIBOVITZ Retrato de Yoko Ono y Lennon para la portada de «Rolling Stone»larazon

Yoko Ono reunió a miles de personas para formar un símbolo de la paz y celebrar así en Central Park, en Nueva York, el que sería el 75 cumpleaños del cantante

John Lennon hubiera cumplido setenta y cinco años ayer. Varios miles de neoyorquinos y turistas tomaron Central Park para formar con sus cuerpos el símbolo de la paz. Yoko Ono se mostró complacida: «A John le hubiera gustado». Creí que Yoko padecía hiperacusia. Implacable, forzó la mano de la ciudad para que hiciera efectiva la prohibición de música en Strawberry Fields, ese rinconcito del parque, a cincuenta metros de su piso en el Dakota, donde el gentío canturreaba las canciones del Beatle.

El circulito pacifista y el tipismo de pachuli encajan bien con la caricatura de Lennon, fomentada sin querer por él mismo, cuando imaginaba la hermandad universal en canciones tan endebles, fáciles o planas, frente a tantas otras maravillas de su repertorio, como «Imagine». Qué decir de la facilidad con la que apostaba por auténticos sinvergüenzas, buscavidas a los que quería redimir, por ejemplo Michael X, abanderado de la causa de Black Power más disparatado, arzobispo de la Violencia y, finalmente, ahorcado en Trinidad por asesinato. Lennon tenía el secreto del ADN del rock, pero fue suicida su decisión de poner a los Beatles en manos de un tiburón como Allen Klein. En esos días, sus amigos Richards y Jagger parecían felices de que Klein los representara. Claro que en 1970, a cambio de recuperar su libertad, los Stones regalaron al eficaz y temible mánager sus discos de los sesenta. Claro que los resbalones palidecen frente al tornado que cabalgó en los sesenta. Los Beatles publicaron discos monumentales. Su influencia rebasa aduanas musicales. Aquellos niños de la posguerra crecieron flechados con las canciones que facturaban los negros de América y cruzaron en motor hipersónico todas las etapas posibles del pop. La espiritualidad y el exotismo, la experimentación, los guiños a la alta cultura, el pacifismo y las drogas, la creatividad desbordada y la desconfianza ante las estructuras del poder comprimidos en un legado artístico inigualable.

Hoy gusta aproximarse a Lennon desde la caricatura bienpensante construida a partir de sus frases contestatarias y su muerte violenta. La confianza en el género humano no le impidió intuir que cuatro egos en una pecera están condenados al canibalismo. Anuncia a sus compañeros que abandona los Beatles después del enésimo ochomil. O sea, tras el tortuoso «Abbey Road» (1969). Aunque sólo habían transcurrido siete años desde su primer éxito, «Love Me Do», parecían cuarentones. Una ilusión óptica: cuando rompen no pasaban de los 30 años. A la cegadora carrera del grupo le siguen, en el caso de John, obras irregulares y el célebre encierro en el Dakota junto a su esposa. Quería consagrarse a la vida conyugal, ver crecer a su hijo, Sean, al idilio con Yoko Ono, aunque el fin de semana perdido, año y medio durante el que vivió junto a la que había sido asistente de la pareja, May Pang, lo catapulta a una fiebre creativa y hedonista que le da para grabar tres discos, ir ciego de farlopa y alcohol por los clubes de California, volver a tocar, de forma privada, con Paul McCartney, y reconciliarse con Julian, su primer hijo, fruto del matrimonio con Cynthia. Algo no cuadra en la costa utopía del matrimonio Lennon/Ono, si bien toca aclarar que los Beatles, sin ella, también estaban kaput.

Lennon habría cumplido setenta y cinco, pero el corazón le petó a los cuarenta porque en diciembre de 1980 Mark David Chapman le descerrajó por la espalda, cinco proyectiles dum-dum. Horas antes, Annie Leibo-vitz había retratado a Lennon abrazado a su esposa, ella de negro, él desnudo, para la portada de «Rolling Stone». Después de que Chapman culminara su fantasía homicida llegó la canonización. Peor que las ruedas de prensa en la cama por la paz fue constatar la ocultación del artista glorioso bajo la tramoya de la beatificación laica. Su adoración acrítica anunciaba un cambio de paradigma: los músicos ya sólo merecerían atención por cualquier cosa, excepto por la música.