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Sara Montiel, estafada por su desinterés

La actriz era muy descuidada con su dinero. Esta semana, sus hijos Thais y Zeus han cumplido el último deseo de su madre: enfrentarse judicialmente con el que fue administrador de la artista, Francisco Fernández, al que acusan de haberse apropiado de casi 350.000 euros de Sara

La artista se convirtió en un mito erótico durante los años 60
La artista se convirtió en un mito erótico durante los años 60larazon

La actriz era muy descuidada con su dinero. Esta semana, sus hijos Thais y Zeus han cumplido el último deseo de su madre: enfrentarse judicialmente con el que fue administrador de la artista, Francisco Fernández, al que acusan de haberse apropiado de casi 350.000 euros de Sara.

Como buen mito erótico del cine, Sara reinventó la palabra amor. Lo llevó mas allá de lo físico o lo pasional tan presente en sus películas. Convirtió el amor un tanto frío en algo cálido, ardiente y cariñoso constantemente repetido. Casi un tic verbal. ¡Amooor!, que endosaba a todo: personas, momentos o a su perrita Cuchi; tuvo tres con el mismo nombre porque se iban muriendo dejándola hecha polvo. Auténtica «star-system» cuando eso aún funcionaba. Alternó con Gary Cooper, Burt Lancaster –«me odiaba por celos»–, Joan Fontaine, Charles Bronson o Rod Steiger en «Yuma», un clásico del western. En el Hollywood dorado de los mejores años fue figura tras consagrarse en México, donde prodigó la múltiple utilidad que se le puede dar a un pelo trenzado, siempre marco a su incomparable belleza.En el país azteca figuró junto a Dolores del Río, Negrete, María Félix, Arturo de Córdoba, Armendáriz y don Pedro Vargas –el que Julio Iglesias soñaba ser de viejo, no lo consiguió, penita–, como puede verse en «Reportaje», hecha en 1953.

Pero fue en el 57 cuando Juan de Orduña piensa en ella y le ofrece una miseria a la casi desconocida por nosotros, pese a su maléfica Aldara de «Locura de amor», que compite con Juana la Loca (desorbitada Aurora Bautista) por el amor de un Felipe el Hermoso abobado por Fernando Rey. El cuplé fue definitivo y aguantó mas de un año en la cartelera del céntrico teatro Rialto madrileño. Batió récords, fue internacional y logró lo que Antonia soñaba alcanzar: llegar a lo máximo. Y así se mantuvo durante medio siglo. Fue un reinado duradero, jaleado, admirado y solo opacado por «Cinco almohadas para una noche», su mediocre último filme. Un penoso error olvidable en una carrera de cincuenta filmes que siguen vigentes.

La conocí cuando estrenó en el Victoria del Paralelo «Sara Montiel en persona». Luego se perpetuaría allí y Terenci Moix la bautizó como «Saritísima». Solíamos cenar juntos en casa de uno u otra, en el Egipto o en Can Lluís. Ahí nació una amistad que tuvo altibajos a lo largo de los años. Pero yo organicé su entierro casi sin proponérmelo: estando en el tanatorio con la entonces alcaldesa Ana Botella dándoles el pésame a la brasileña Thais y el alicantino Zeus les pregunté qué habían organizado para el sepelio:

–Nada, la sacaremos de casa para llevarla al cementerio de San Isidro con su madre y su hermana Elpidia.

–Eso no puede ser, Ana, hay que darle un adiós con categoría.

– ¿Y qué se te ocurre?

–Una capilla ardiente en el Rialto que la consagró. Sería perfecto.

–Pero no puede ser porque crearía un problema de tráfico, ya que cae iniciando la cuesta de Gran Vía hacia Plaza de España. Piensa otra solución.

–¿Y por qué no en el vecino cine Callao donde están reponiendo «La violetera»? Podrían situar una pantalla en su enorme fachada y proyectarla en la calle.

Dicho y hecho: con Sara de cuerpo presente, Ana Botella telefoneó dando órdenes: «Que mañana vayan cuatro motoristas para acompañarla desde su casa de Núñez de Balboa y que guardias con plumeros la velen en la capilla de Callao. El Ayuntamiento le rindió honores como seguramente no haría esa Carmena que tiene Madrid patas arriba. Así se hizo y fue cuando Mariló Montero, que retransmitía, preguntó algo que ya es historia triste pero jocosa: «¿Qué hay dentro del coche fúnebre?». Su reportera no supo qué responder. Pero el despiste llegó a miles de oídos habituados a la sensual manera de cantar de Sara. Reactualizan a la Montiel –Antonia, para los amigos– ahora que Thais y Zeus reclaman 300.000 euros al que todos creíamos leal administrador durante un cuarto de siglo, igual que la señora Ana, a quien ni le repasaba lo gastado. Es un pleito con telarañas y cabía esperarlo porque, salvo cuando se casó con Pepe Tous, Sara siempre fue muy descuidada con su riqueza. Nunca llevaba dinero en la cartera confiada en que quizá pagaba con su fama. Sus adoptivos recibieron una imponente herencia: enseguida vendieron el dúplex en tres millones y nada se sabe del mítico collar «babero» de tres vueltas de esmeraldones montados sobre diamantes, muy lucido por Sara en sus filmes bien colgado del cuello, sobre la frente o bordeándole algún escote. Era de joyería muy trabajada, flexible, y siempre lo llevaba guardado en un rústico «pañuelo de hierbas», que más de una vez, viviendo en Barcelona, dio a mi madre para que lo metiera en su bolso. «Nadie imaginaría que lo guarda usted». Los chicos –así les llamaba– no se hablan con las hermanastras que le quedan a Sara, y su tía Angelines me preguntó hace meses qué sabía de ellos, desaparecidos tras el óbito. Llegando al juzgado veo a Thais irreconocible y al niño hecho un galán.

¿Sara estafada sin enterarse? Podría ser. Desconocía el valor del dinero y por eso nunca entendió que, cuando dejó su maravillosa panorámica mallorquina de Na Burguesa, con Cela y Miró a sus pies, a Pepe casi le costase más el cuádruplex que compraron en el vetusto Hotel Victoria, el de la pasarela sobre el Paseo Marítimo, donde adquirió toda una enorme planta de cuatro viviendas unidas, mientras María Dolores Miró solo tenía uno. Sara forró las paredes de charol fucsia y para entrar había que ponerse gafas de sol. «Es que tengo el gusto maleado por América», se disculpó. Ahí forjaron una amistad que las llevaba juntas al Cinema Balear y dio pie a varios regalos del genio, pequeños esbozos coloreados, nada comparable al enorme Miquel Barceló que ocupaba toda una pared.

Si el representante está encausado por unos cuartos, el mayor engaño lo hizo Juan de Orduña, que tan solo le pagó 150.000 pesetas por «El último cuplé». En una ocasión quiso grabar «La violetera» a dúo con Montserrat Caballé y para convencerla viajamos a Viena, donde la última diva resucitaba «Il viaggio a Reims». Renée Fleming era su suplente. Lo acordaron tras una cena y Montserrat se negó a percibir honorarios. «Mi madre te admiraba mucho y lo hago en su memoria», le dijo. Luego la soprano no quedó contenta del dúo «porque me sacan una voz muy aflautada que no es la mía», llegó a lamentarse. Pero dejó que lo comercializasen sabiendo la ilusión que hacía a Sara, a la que ocasionalmente encontré en México en una suite del desaparecido Hotel del Prado. Actuaba en el Teatro del Pueblo y me hizo un pedido:

–Ya que te vuelves a España, ¿podrías llevarme los trajes que ya usé aquí y no puedo repetir?

Le dije que encantado y así estuve hasta ver el volumen del encargo: un paquete de metro y medio repleto de modelos con bordada pedrería aumentadora de volumen y peso. No sé cuánto pagué de exceso ni las explicaciones que di cuando haciendo escala habanera el aduanero lo revisó. Mucho viví junto a ella como simple amigo. Quizá la noche más inolvidable fue tras unos Fotogramas de Plata en casa de los Nadal Rodó. Fuimos a tomar algo con Massiel y Charo López, que aún pueden ratificar la historia. Nos sentamos en la barra del Hotel Reina Sofía y ante los elogios que Charo hacía a su monumental delantera, Sara sacó su torneado pecho dejando sin habla a las perplejas colegas que no sabían dónde mirar. Y cuidado que estaban curtidas. Ahí no había trampa ni cartón. Saltaba a la vista. Casi aplaudimos el gesto inesperado, audaz o provocador.