Historia

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El grafiti: Corriendo detrás del sueño de una firma

Los jóvenes descubrieron en el aerosol una nueva forma de expresarse y se apropiaron de los muros con sus dibujos y firmas

Unos chavales, con botes de aerosol en la mano, salen huyendo al ser descubiertos mientras pintaban una pared
Unos chavales, con botes de aerosol en la mano, salen huyendo al ser descubiertos mientras pintaban una paredlarazon

Los jóvenes descubrieron en el aerosol una nueva forma de expresarse y se apropiaron de los muros con sus dibujos y firmas.

Toda la lucha del hombre es un intento por perpetuarse en la historia, en el recuerdo, en el arte, en la creación, que es donde uno se afirma definitivamente como individuo. La escritura nació como un ábaco improvisado, un albarán para anotar los chalaneos de aquella época inaugural y primera, y acabó siendo un andamio desde el cual desafiar el olvido y vencer, robando un verso a San Juan de la Cruz, la «noche oscura» de la conciencia, o sea, el frío atroz de ese anonimato que al final resulta la muerte. Nos revelamos definitivamente como especie y como Sapiens, dejando atrás, y para siempre, nuestra condición primitiva de Homo, escribiendo una matemática urgente en tablillas de barro y hemos terminado literaturizando las paredes de las ciudades con aerosol.

La conciencia como individuo es una de las grandes conquistas ignoradas. En la Edad Media, que fue como una misa de diez siglos de duración donde no cabían más ideas que las de la espada y la religión, el pueblo era una parroquia de creyentes y el artista todavía se consideraba un artesano, una voluntad gremial, sin más vocación que sacarse el emolumento de una remuneración apañada. La percepción como creador quedó pospuesta hasta esa explosión de clasicismo que fue el Renacimiento, que trajo consigo ese politeísmo nuevo y emancipador que acabaría triunfando y que es la ciencia. Pero la firma, a fin de cuentas, un subrayado de la identidad, quedó reservada para el claustro que formaban los pintores, escultores y arquitectos, un abanico de artífices y virtuosos que, en abundantes casos, no eran más que un séquito de los diversos condes, duques y monarcas a los que rendían servicio y que enseñoreaban por entonces su albedrío; esa corte de ejecutores pragmáticos, y en ocasiones geniales, de las distintas megalomanías y sueños de los nobles que les acogían entre las haldas de su poder.

En un año de diversos despertares, políticos, culturales, ideológicos, mediáticos, como fue 1967, irrumpió el grafiti, un nacimiento impredecible y que no es más que la rebelión involuntaria, puede que hasta sin ninguna meditación intencionada ni profunda, del ciudadano de a pie contra la condena al anonimato que representa la sociedad de masas, con su cartelería de deseos y estímulos fraudolentos.

El siglo XX llegó como un huracán de modernidad y se convirtió en la centuria de las grandes construcciones, de la cimentación de unas metrópolis avasalladoras, pero, también, de la consolidación de suburbios abandonados y enormes desfiladeros sociales. En esas barriadas, deshumanizadas y deshumanizantes, con «pequeñas calaveras de paloma», como mencionaba García Lorca en un poema, vivaqueaba una orfandad de seres hastiados ya de tanta cochambre salarial y de las distintas marginalidades que les afectaba: raciales, religiosas o económicas, que es donde precisamente entraría lo que se ha denominado ahora la «aporofobia», el rechazo al pobre, que es hacia donde apunta el último ensayo de Adela Cortina.

A los jóvenes que salieron a escribir en las fachadas de los edificios, en los muros de los patios y la carrocería de los vagones de metro para dejar allí la impronta de una caligrafía apresurada, el garabato improvisado de un dibujo, el logo de un pseudónimo o una caricatura política, enseguida sintieron la guillotina de la censura. Los biempensantes, que suelen ser también de opiniones drásticas y ciertamente apocalípticas, como cuando llaman diluvio a lo que sólo es un chaparrón, se apresuraron a tildarlos de vándalos porque no entendían qué hacían y sólo distinguían suciedad donde había una sentencia irónica o el esbozo de una ilustración ingeniosa contra algún poder factual.

Lo que en principio se despreció como mero gamberrismo, y que, entre otros, alentaron leyendas como Kilroy, que se hizo popular durante las campañas de la Segunda Guerra Mundial, Cornbread, uno de los pioneros de los sesenta que dejó de pintar con el arranque de los setenta y ya le dio estatus de subcultura a este movimiento, o Taki 183, ha llegado hoy a entrar en los actuales parámetros del arte. El «tag» (la firma) se corporeizó así como trampolín de una identidad urbana y creadora. Si al inicio, el grafiti principió como una rúbrica, o sea, la reinvindicación del individuo en medio de la multitud, ahora denuncian las hipocresías de nuestra sociedad, mientras los descendientes de aquellos mismos que lo criticaban acuden a las casas de subastas y las galerías para adquirir con talonario lo que antes adornaba las calles.