Historia

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Farah Diba nos conquistó el corazón

Con permiso de la repudiada Soraya, la emperatriz de Irán monopolizaba todas las miradas. No necesitó ningún escándalo para salir en las revistas, su propia existencia ya era noticia

La esposa del Sha de Irán durante la coronación, en la que llevaba un vestido de Marc Bohan, de la casa Dior
La esposa del Sha de Irán durante la coronación, en la que llevaba un vestido de Marc Bohan, de la casa Diorlarazon

Con permiso de la repudiada Soraya, la emperatriz de Irán monopolizaba todas las miradas. No necesitó ningún escándalo para salir en las revistas, su propia existencia ya era noticia.

Arrebatadas. Así tenía Farah Diba a las españolas de aquel entonces. Le bautizaron un nombre de princesa –era más, reina– de «Las mil y una noches», el porte de una estrella de Hollywood y el carisma de una diva. Solo podían rivalizar con ella Gracia de Mónaco, a la que tenían más vista, aunque tan poco le perdían la pista cada semana en las revistas para ver qué modelito se sacaba de la manga. Y estaba Paola de Bélgica, claro, que entró con mal pie en la casa real de los piadosos Balduino y Fabiola –muchos más sosos y anodinos en comparación– con sus minifaldas y aquella canción de Adamo, «Dulce Paola», que era la exhibición de un romance consumado. En comparación con ellas, la sobria Isabel II parecía una mujer recién sacada de la campiña inglesa para residir en Buckhingam y la ya citada Fabiola daba poco juego por su perfil bajo.

Diba, por el contrario, era un imán. Ni siquiera necesitaba hacer nada estrambótico, como Paola, de discoteca en discoteca. Simplemente su existencia ya era noticia. La joven tenía su aquel. Con el lenguaje pomposo que por aquel entonces se usaba en la crónica social, Diba era ensalzada por su elegancia y saber estar. La muchacha hasta tenía formación y no una cualquiera: estudió en la École Spéciale d’ Architecture de París, que no se sabía si era mala o buena pero sonaba muy bien.

En la capital de Francia la conoció Mohammad Reza Palevi. Tras un breve cortejo se esposaron en 1959, cuando tenía 19 años. Gracias a ella, muchas féminas redimieron al apuesto Sha de Persia –su atractivo residía más en los sobrecargados uniformes militares que en su físico–, al que le tenían un odio cainita desde que repudió a Soraya porque no era fértil. La denominada princesa de los ojos tristes deambulaba por el mundo y, cual vaca sin cencerro, no sabía qué hacer con su vida, salvo beber. Las vecinas de mi barrio hablaban de ellas con la familiaridad con la que se comentan los sucedidos de los parientes cercanos. Mi madre lo mismo se lamentaba por los traspiés de Soraya –«¡Qué pena, con lo guapa que es, si es que es clavadita a Ava Gardner!», decía–, que ensalzaba a Diba, en una suerte de bigamia emocional que no acertaba a resolver. Se mostraba incapaz de decantarse por una o por la otra.

En 1967 fue muy distinto para ambas. Dos años antes, Soraya, intentando encontrar algún sentido a su condición de mujer dolida, despechada y marchita, tuvo la ocurrencia, únicamente se puede denominar así, de probar suerte como actriz. Dino de Laurentiis –uno de los productores más avispados, que no mejores de la historia del cine– le propuso que, dada su belleza y su fama, podría pisar un plató con autoridad y entrar por la puerta grande en las alfombras rojas. Por razones que cualquier cinéfilo no alcanza a entender aunque tuviese más vidas que un gato, Micheangelo Antonioni se sumó al proyecto titulado: «Tres perfiles de mujer» (1965), una cinta de tres episodios que eran una declaración de amor a su figura. El cineasta italiano dirigió el primero, «Introducción: la prueba de cámara», y moldearía a Soraya, que tampoco tuvo que hacer demasiados alardes interpretativos ya que se encarna a ella misma. El argumento no podía ser más alocado. La princesa, huyendo de los paparazzi como alma en pena, se recluye en unos estudios de cine (como si no hubiese grandísimos hoteles en la Via Veneto, «La dolce vita», 1960, ¿recuerdan?). En el segundo, «Amantes célebres», es una mujer sobrada de sex-appeal que se va encontrando varones por su camino, y culmina con «Latin Lover», en el que un hombre se enamora de una casada. Mientras ella se arrastra fugazmente por el submundo cinematográfico y lucía el catálogo más exclusivo de joyas de Cartier y Bulgari desde su campamento base en Suiza, a Diba le esperaba la Historia. Tras un verano donde la dinastía Pahlevi también triunfaba en la entonces cosmopolita Irán, el 27 de octubre fue la coronación del Sha, la más ostentosa y excesiva que se ha había visto jamás. Su esposo le regaló un título larguísimo: su majestad imperial la emperatriz consorte. Para tanto rango, no podía ir de cualquier manera. Las españolas se lanzaron a los quioscos para ver cómo iba vestida y casi les daban vahídos ante tanto lujo y exotismo. El traje y manto llevaba la firma de Marc Bohan, de la casa Dior. La corona, hecha en París por la firma Van Cleff and Arpels –todavía a su escaparate en la Place Vendôme las mujeres se acercan con la misma voracidad que un niño a «Caramelos Paco»–, tenía gemas del tesoro imperial, 1.469 diamantes, 36 esmeraldas, 34 rubíes, 2 espinelas y 105 perlas... Han pasado años y sigo ignorando cómo logró mantenerse en pie, y si tuvo que estar convaleciente a causa de una tortícolis severa y varias contracturas se mantuvo en secreto.

Tanto despliegue, ¿para qué? En 1979, Jomeini les envió al exilio sin acuse de recibo, peregrinaron por distintos países, y el Sha falleció en 1980. Soraya murió un año después. La encontró sin pulso la señora de la limpieza. Aunque ellos no lo sepan, los Costus le hicieron un retrato pop y Diba publicó sus memorias y reside en Nueva York. Fue bonito mientras duró...