Historia

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Jipis, clase media y los sueños de los sesenta

A pesar de los movimientos de protesta, en los EE UU imperaba la sociedad de consumo como reflejaba el mundo de la publicidad

Uno de los carteles publicitarios más reconocibles de esta famosa marca de tabaco
Uno de los carteles publicitarios más reconocibles de esta famosa marca de tabacolarazon

A pesar de los movimientos de protesta, en los EE UU imperaba la sociedad de consumo como reflejaba el mundo de la publicidad.

Tras el estallido juvenil que supuso aquel estío del 67, con sus pantacas de campana, chalecos y camisas floreadas, lo que, de verdad, reverberaba en los USA era el imperio de la mesocracia, o sea, la clase media acomodada con el chalaneo económico y comercial que acarrea consigo. A pesar del revuelo jipi, el jaleo de las manifas contra Vietnam, el canuteo de los «easy rider» y la inevitable folclorización del folk (todo éxito acaba banalizándose por repetición y convirtiéndose en una procesión de lugares comunes), el velamen pujante de la sociedad de masas seguía siendo el consumismo con esas aspiraciones de teleanuncio que solían encarnar el electrodoméstico moderno y el Mustang descapotable.

El hombre es un ser de ambiciones bipolares en el que siempre pierde la parte más noble. Nadie está en contra de echar un cable al compañero de turno, pero después se anda a navajazos en los corredores de la oficina para apropiarse del ascenso cutre que a uno le mejore con unas perras la nómina, el «sanctasanctórum» de nuestros días. En los sesenta, la razón estaba dividida entre defender los derechos civiles, con Joan Baez a la cabeza, o pillar un adosado en una urbanización con piscina común. La cosa, vamos, estaba entre sumarse a los chicos que luchaban contra la discriminación racial o dedicarse a cortar el césped y ceñirse a las bienaventuranzas de la American Way Life, un materialismo de chalés y seguros dentales. Nadie duda del plato de balanza que elegiría. Lo sorprendente es que el fiel suele inclinarse habitualmente hacia el lado contrario del sentido común, como ha sucedido con el Brexit y lo de Trump.

Si, en 1967, el cine aireaba los estandartes de una generación anhelante de revoluciones –políticas, musicales, literarias, lo que fuera– y el fotoperiodismo revelaba en primera plana de los diarios el cinemascope excesivo de lo que sucedía en las orillas de Indochina, ya ni tan misteriosa ni tan exótica bajo los incendios del napalm, la publicidad, otro de los afluentes de la imagen, remachaba con fuerza los pilares de la oferta y la demanda, que fue la dramatización que al final triunfó en estas fechas, demostrando que lo del verano del amor no pasaba de una asonada de vuelo efímero y leyenda duradera. Una piedra que cae en medio del lago.

La publicidad, que es como el reverso oscuro de la imagen, preludiaba ya la cultura acumuladora de objetos que somos hoy en día. Una civilización que conjuga la felicidad con el verbo «tener» y combate las frustraciones que azotan al individuo estabulado durante treinta tacos en cualquier oficina. Aldous Huxley no resultó tan anticipador. La clase media se planteó en Occidente como el remedio para abortar las diferentes desigualdades que azotaban a los países y garantizar el equilibrio social, estirpar las guerras, entre otro sinfín de motivos loables. Lo que nadie preveía es el tedio que asalta las vidas desprovistas de sobresaltos y emociones. Para compensar el hastío, el sinsentido que acaba siendo tantas veces el bucle laboral, la publicidad improvisó toda una botica de deseos y convirtió al coche, como a otros aparatejos, en un agente terapéutico contra la insatisfacción de esa clase media atrapada en una tupida madeja de horarios. Si Coca Cola vendía felicidad embotellada, Marlboro, en el 67, aún acudía a buscar su inspiración en el genuino mito americano, que no es otro que el de la vida fronteriza. La fantasía de su Cowboy, que suena a una estilización de John Wayne, remitía al tipo auténtico y duro que recorría en su montura una tierra delineada por horizontes. Con semejante argumento, que apelaba a momentos fundacionales de la épica americana, vendió millones de cajetillas de tabaco a tipos de ciudad que lo más cerca que habían estado de una montura fue en el tío vivo de su barrio (la polarización campo/autenticidad y metrópoli/corrupción permanece en la mentalidad americana, como reflejan tantos filmes).

La publicidad empezó recurriendo al arquetipo reconocible, que siempre funcionan bien, para inocularnos la fiebre compulsiva de los sueños y los deseos, o sea, de lanzarnos a la selva del consumo, que es de lo que se trata. La paradoja es que estos modelos nos han colonizado, nos han «arquetipizado», contagiándonos de «tics» publicitarios y equivalencias engañosas. El reflejo parece más real que la realidad. Por esta oquedad inocente nos han ido insuflando una serie de valores equívocos que han acabado desembocándonos en una sociedad donde lo intangible carece de méritos y sólo cuenta el prestigio que otorga el objeto.