Historia

Hollywood

Paul Newman, el nuevo indomable

Paul Newman, el nuevo indomable
Paul Newman, el nuevo indomablelarazon

Con Paul Newman las mujeres aprendieron a pecar de conciencia. Él puso abdominales a un cine privado de ellos y demostró que los elegantes de Hollywood, los Cary Grant y compañía, no eran más que un desfile de «blazers». A diferencia del 68, que salió más revolucionario y, por tanto, de aristas y acentos más políticos, el 67 resultó un año de transgresiones y amotinamientos morales, que es lo que sucede cuando la mentalidad de la gente, eso que algunos historiadores y sociólogos denominan pueblo, va por delante de la sociedad. Paul Newman provenía de esa estirpe erótica que la cinematografía elevó a categoría de mito y que entonces principiaba en ese cimarrón que era Marlon Brando en «El salvaje» y el James Dean de «Rebeldes sin causa». A diferencia de ellos, él no necesitaba el apaño de unas camisetas blancas, que es una prenda muy interclasista que igual se ajusta un señor de UGT que un fulano de la patronal, ni cazadoras de cuero, que ya entonces eran un topicazo para niños/Zara. En «La leyenda del indomable», él se desmarcó con un toples masculino, una epifanía de piel y huesos, que después ha sido muy imitado por los Brad Pitt de turno. Ese torso desnudo convirtió al chico de ojos azules más que en una estrella de Hollywood en una blasfemia, pero consiguió lo que ningún galán antes: que las esposas en vez de irse a dormir se marcharan a soñar. Los gimnasios no tardaron en fidelizar maridos metidos en arrobas, fofisanos que los llaman ahora, que está mal visto mencionar las cosas por su nombre, para ver si también ellos se sacaban esa plusvalía de músculos tirando de pesas.

Los sesenta, que es la década en que los sujetadores empezaron a caerse, o sea, cuando las mujeres alcanzaban por fin la liberación que les habían impedido los hombres/ Nixon, supusieron la inversión de los valores, que es uno de los argumentos soterrados que vertebran «La leyenda del indomable», que también traía en el metraje el videoclip disimulado de una guapa lavando la carrocería de un coche que luego la publicidad, ese invento que digan lo que digan por ahí tiene más de copia y repetición que de creatividad, ha reproducido hasta la extenuación.

Lo que más inquieta a la sociedad masas es el individuo, pero en plan solitario. Y en este filme, Paul Newman era toda una perturbación de la individualidad. El personal, tan impresionable con las cosas del celuloide, no tardó en identificarse con un fulano que no enmendaba ni el sheriff del correccional y que en vaqueros revelaba tener más estilo que una pasarela de Yves Saint Laurent. Al poder lo que más le ha asustado siempre es el díscolo que no se somete al látigo de los castigos y las penas; la impertinencia de los que caminan pasando de las voces de los capataces y otros tantos vicarios del «establishment». Y Paul Newman, trajeado de sí mismo, era justo lo que encarnaba: un colega capaz de merendarse cincuenta huevos duros por despecho y que no estabulaba en el sistema ni apuntándole con un Winchester. Toda la cinta es una metáfora de esto, una exaltación de los que nunca han encajado en la tribu. Los hijos de clase media de aquellos USA, ya de difícil encaje en un modelo social que lucía visos de caduco y hastiados de unas adolescencias de «diner» y partidos de béisbol, endiosaron a estos inadaptados como referente en lugar de un canoso catedrático de matemáticas, lo que no deja de tener su lógica. El asunto es que a partir del 67, los chicos buenos quedaron algo así como «demodé» y lo que privilegiaba el gusto eran los rebeldes, los tipos que hoy se denominan «auténticos», lo que en este tiempo de superficialidades no estaría de más recuperar. Ahora, con la mirada que va dando el calendario, se aprecia bien que eso tan Beat de los sesenta quedó en un espejismo salvo por la estampa de este Paul Newman de póster. En España, para que vean, no hubo nada semejante. Aquí, en el 67, aparte de las suecas, solo supimos popularizar el nombre de Carrero Blanco, que ya venía de atrás, y en el 68, lo que resultó más noticioso fue que Massiel ganó Eurovisión. «Pá flipar», como diría aquel.