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Dame veneno

Napoleón, JFK, el cardenal Richelieu, Juan Negrín, la XIII Duquesa de Alba... La Historia está repleta de personalidades que han «coqueteado» o que se obsesionaron con los tóxicos, en ocasiones con razón

Dame veneno
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Napoleón, JFK, el cardenal Richelieu, Juan Negrín, la XIII Duquesa de Alba... La Historia está repleta de personalidades que han «coqueteado» o que se obsesionaron con los tóxicos, en ocasiones con razón

A lo largo de la Historia, el veneno ha actuado como un arma letal o como un poderoso elemento psicótico, llegando a obsesionar a la víctima con la sola posibilidad de ingerir una sustancia tóxica con la que alguien pretendiera arruinar su vida. Ejemplos hay para todos los gustos y en todas las épocas. Los ayudantes de John Fitzgerald Kennedy (JFK) almorzaban exactamente lo mismo que el presidente de Estados Unidos, pero dos horas antes, por si las moscas. El cardenal Richelieu daba de comer y beber a sus gatos antes de probar él un solo bocado para comprobar que ninguna de sus mascotas presentaba signos de intoxicación.

El doctor Juan Negrín, presidente del Gobierno en plena Guerra Civil española, se negó a que su dentista le aplicase novocaína como anestésico para extraerle una muela, al sospechar que los servicios de espionaje habían sobornado a la enfermera para cambiar las ampollas por un veneno. No es que fuera masoquista, sino que prefirió soportar el dolor antes que correr el menor riesgo.

wEl veneno en la Historia

El doctor Antonio Garrido-Lestache, eminente pediatra, humanista y mejor amigo, ha publicado un libro excelente, «La identidad del ser humano», donde dedica parte de un capítulo a recoger los episodios más interesantes y pintorescos sobre el morboso asunto del veneno en la Historia.

Siempre que alguien poderoso muere de repente, como advierte Garrido-Lestache, el pueblo contribuye al clima de psicosis generalizado aunque no sea verdad. Así sucedió con el envenenamiento de Enrique II de Castilla por unos borceguíes con una ponzoña enviados por el rey moro de Granada, confabulado con Carlos II de Navarra, apodado con razón «el Malo»; o con la intoxicación por pescado que acabó con la vida de Alfonso, hermano de Isabel la Católica, facilitando su ascenso al trono. Por no hablar de la muerte de la XIII duquesa de Alba, María Teresa de Silva Álvarez de Toledo, a quien Goya tuvo al parecer oportunidad de retratar. En la autopsia de su cadáver efectuada por los doctores Piga Pascual, Blanco Soler y Pérez de Petinto en 1945, se demostró que la causa de su muerte fue una «meningoencefalitis tuberculosa» y que en su momia no había el menor rastro de veneno. Siguiendo con los ejemplos de falsos envenenamientos, Garrido-Lestache no escatima uno solo. Poco o más bien nada creíble resultó así la muerte de Juana de Albret por una sustancia tóxica colocada en su guante por un italiano llamado René, obedeciendo instrucciones de Catalina de Médicis; o el caso de la princesa vikinga sepultada en Covarrubias, en la provincia de Burgos, por cerezas envenenadas cuando iba a casarse con el príncipe Felipe, hermano de Alfonso X «el Sabio».

- Exhumación de Bolívar

Sin ir más lejos en la Historia, el difunto presidente de Venezuela Hugo Chávez exhumó en 2010 el cadáver de Simón Bolívar, distinguido con el título honorífico de Libertador, buscando su muerte por el arsénico y no por la tuberculosis, como se dijo. Pretendía así Chávez acusar a la oligarquía colombiana y venezolana de su muerte. El equipo, como recuerda Garrido-Lestache, estaba compuesto por cincuenta científicos dirigidos por el forense español José Antonio Lorente, director del laboratorio de Identificación Genética de la Universidad de Granada, el mismo que en 2006 trabajó en la catedral de Sevilla para identificar los huesos de Cristóbal Colón.

Y retrocediendo de nuevo en la Historia, nos encontramos con Napoleón Bonaparte, quien siempre tuvo psicosis con el envenenamiento. Garrido-Lestache conserva una postal, datada en 1910, en la que el emperador señala con la mano izquierda a su envenenador, su asistente el conde Montholon.

El doctor establece su diagnóstico: «Fue el arsénico en el vino, que lentamente le ponían, al final calomel, es decir, cianuro de mercurio, con azúcar y jarabe de almendras amargas, ingredientes que suelen ser expulsados por un estómago normal, pero no por el de Napoleón».

Dos días después falleció incapaz de recobrar la conciencia. La propia víctima había dejado escrito, a modo de epitafio acusador: «Lego el oprobio de mi muerte a la Casa Real de Inglaterra».

Uno de los correos que partieron de la isla de Santa Elena donde se hallaba exiliado Napoleón, para anunciar su óbito, llegó a manos del rey Jorge IV en Londres: «Majestad, vuestro peor enemigo ha muerto». El monarca inglés quiso saber, con media sonrisa, qué le había sucedido a su esposa. «Nada, señor, el que ha muerto ha sido el emperador Napoleón Bonaparte», replicó el correo.

Como decía Honoré de Balzac: «La gloria es un veneno que hay que tomar en pequeñas dosis».

La investigadora Marie Curie, premio Nobel de Física y Química, descubrió en su día un compuesto radiactivo altamente tóxico al que puso el nombre de polonio, por ser Polonia, y en concreto Varsovia, donde había nacido ella el 7 de noviembre de 1867. Avatares del destino: un siglo y medio después, en 2013, un grupo de científicos del Instituto de Radiofísica del Hospital Universitario de Lausana (Suiza) hallaron niveles de polonio 210 radioactivo, 18 veces superiores a lo normal en las muestras tomadas al cadáver del histórico líder palestino Yaser Arafat. Los expertos estaban prácticamente convencidos así de que Arafat, fallecido a los 75 años, había sido envenenado con polonio. Su informe de más de un centenar de páginas no dejaba lugar a dudas: había altos niveles de éste en las costillas y la pelvis del político, así como en la tierra sobre la que se colocó su cadáver.

@JMZavalaOficial