Moda

Ralph Lauren: los aires de grandeza del sastre de América

Melania optó por no romper la elegante tradición no escrita que obliga a vestir a la Primera Dama de los Estados Unidos sólo de diseñadores de su país y repitió con su modisto talismán

El diseñador americano por antonomasia, Ralph Lauren, vive su particular sueño americano cumplido desde su inmenso rancho
El diseñador americano por antonomasia, Ralph Lauren, vive su particular sueño americano cumplido desde su inmenso rancholarazon

Melania optó por no romper la elegante tradición no escrita que obliga a vestir a la Primera Dama de los Estados Unidos sólo de diseñadores de su país y repitió con su modisto talismán

Se confirmaron las noticias que la prestigiosa revista americana «WWD» puso ayer en circulación en todas las redes sociales: Melania Trump asistiría al juramento de su esposo como 45º presidente de los Estados Unidos vestida de Ralph Lauren. La elección formaba parte del guión más previsible, aunque sólo sea para frustración del otro gran candidato postulado, Tommy Hilfiger. El nombre de Karl Lagerfeld, por el contrario, hubiera supuesto la última metedura de pata del matrimonio Trump, pues significa romper esa elegante tradición no escrita que obliga a vestir a la Primera Dama de los Estados Unidos sólo de diseñadores de su país. No puede sorprender la elección de Ralph Lauren, ya que es el talismán de Melania. Recuérdese si no el elegante mono blanco inmaculado con el que la «mujer de cera» acompañaba a su esposo el día que se proclamó, contra todo pronóstico, ganador de las elecciones. Pero tampoco deja de sorprender su elección, ya que Ralph Lauren era también el diseñador de la eterna rival, la no fácil de vestir Hillary Clinton.

Ralph Lauren es el diseñador americano por antonomasia. En su haber la incansable reivindicación del tejano, la leyenda de la clase media alta y su nostálgica reminiscencia de los primos del Viejo Continente, a la cabeza los británicos, y, por si todo esto fuese poco, la insistencia en el desenfadado estilo «deportivo» de la América profunda. Sus delirios de grandeza llegaron a coquetear durante los ochenta y los noventa con la alargada sombra del estilo Armani en América –su trabajo en «American Gigoló» le catapultó–, tentación en la que también cayeron ilustres compañeros de trabajo como Calvin Klein o Donna Karan. La crisis de los noventa, que en su caso coincidía con su «crisis de los cincuenta», le resolvió a apostar por un estilo propio. Dolido con la indiferencia de muchos gurús mediáticos de la moda, él decidió cortar por lo sano: «No hago moda, hago estilo». No tuvo que arrepentirse de esa huida hacia adelante, su marca se asoció a uno de sus grandes éxitos, esa elegancia intemporal cuya mejor tarjeta de visita es el vestuario de la película «El gran Gatsby», por supuesto hablamos de la de Mia Farrow y Robert Redford dirigidos en 1974 por Jack Clayton. Aquella América aristocrática, pero profundamente democrática (sic), donde la solución de la ecuación es el consabido término «aspiracional», hizo que su éxito se extendiese por todo el mundo como la pólvora.

Sus tiendas, por no hablar de sus mansiones, ya que ésa es la atmósfera que se respira en sus nobilísimos puntos de venta, confirmaron los aires de grandeza que impregnan la construcción de la leyenda de la marca, especialmente en Nueva York, Londres o París. Un mundo de espejos, caobas, alfombras e innumerables referencias a los caballos y a los veleros terminó rivalizando con los otros templos de la moda o del estilo, a la cabeza Hermès, Chanel y Dior. Justo esta semana inaugura su último restaurante en el 173 de Regent Street, no lejos de su emblemática tienda de Old Bond Street, todas las plantas del edificio en uno de los metros cuadrados más caros del mundo. Sumo el 867 de Madison Avenue en Nueva York, el 2 de Place de la Madeleine en París y un largo etcétera, tanto que aún no he terminado de comprender el cierre de su magnífico palacete en el arranque de otro mito de la moda mundial, la Vía Montenapoleone en Milán.

No deja de ser una paradoja para la sonrisa que un joven, hijo de emigrantes judíos de origen bielorruso, que vio el sueño americano desde una dura infancia en el Bronx –del que salió, para más tópicos, vendiendo corbatas– haya terminado siendo, en una sola generación, la encarnación del sueño americano. No ya del sueño americano para cualquier emigrante, sino hasta el retrato mismo del diseñador americano por antonomasia. Las fotos de Bruce Weber recreando esos adolescentes americanos de sonrisa perfecta dieron paso a su retrato en impecable esmoquin –también pelo blanco– como Armani. Y sus «cowboys» urbanos cedieron el paso a elegantes princesas sin corona, pero con mucho dinero en sus cuentas corrientes. Hoy, disfrutando del más alto de los sueños americanos, el de su inmenso rancho, cuenta los números de su enorme fortuna mientras disfruta de pequeñas alegrías como la que acaba de darle Melania Trump. No le vendrá mal el regalo. Ralph Lauren es una firma financieramente muy sólida, pero el aluvión de nuevos advenedizos –dicho esto sin ningún rencor de antiguo fan–, que le proporcionará la alfombra roja más exclusiva del mundo, le vendrá muy bien a la cuenta de resultados de una multinacional americana más. Esta semana Donatella Versace nos sorprendía anunciando que abandona la pasarela de alta costura de París, convencida de que la mejor pasarela es la alfombra roja de Hollywood. Ralph Lauren sonreirá desde su retiro dorado, la marca que inmortaliza su elegante seudónimo va a seguir vistiendo a la estrella más deseada en esa alfombra.