Ley electoral

Bastaron diez años

La Razón
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En 1981 con un Adolfo Suárez dimitido y un intento de golpe de Estado del que ahora conocemos una verdad muy distinta de la durante tantos años oficial, la UCD de Leopoldo Calvo Sotelo y el PSOE de Felipe González apostaron por la vía autonómica como estrategia escapista de una Transición cuestionada. El encargado del diseño de las 17 réplicas del Estado que ahora tenemos y pagamos fue el catedrático de Derecho Administrativo Eduardo García de Enterría que ya había participado en la redacción del texto constitucional. El 31 de julio de 1981, ambos líderes pactaron la activación de esa particular plasmación del Título VIII de la Constitución de 1978, y digo «particular», porque hubo muchas otras «hojas de ruta» posibles que quedaron en el cajón.

En 1992 se firmó el segundo gran pacto autonómico, entre Felipe González y José María Aznar. El acuerdo incluía la transferencia de 32 nuevas competencias, incluida la de Educación, en un intento de igualar a las comunidades de «vía lenta» con las «históricas». Años antes no fueron pocos los que advirtieron de las consecuencias que tendría ceder las competencias en materia educativa a las comunidades autónomas pues se corría el riesgo de convertirlas en instrumentos adoctrinadores que acentuarían los «particularismos» que ya había señalado Ortega y Gasset. La respuesta de los ministros de Educación de la época fue: no habrá problema pues para eso estaban los servicios de inspección del Ministerio de Educación.

La convicción ministerial se demostró a la postre de una candidez mayúscula y ahora no sabemos si tomarnos a chanza la petición del Gobierno a la inspección del Ministerio para que analice si el contenido de los manuales de texto utilizados en Cataluña atentan contra la convivencia entre españoles o inspiran el odio.

Hay un dato en el que pocos analistas reparan. Pocos pero algunos sí. El periodista y escritor Josele Sánchez que estrena nuevo libro (Balada triste por España, Letrame Grupo editorial) advierte de que en los diez años que van entre 1982 y 1992, en Cataluña se pasó de aplaudir el himno nacional en los partidos de la selección española de fútbol a la primera gran pitada con ocasión de los Juegos Olímpicos. Los Reyes de España se escaparon del abucheo en el estadio de Montjuic porque la organización hizo coincidir su entrada en el palco con el himno «Els segadors». Bastaron diez años de educación en un imaginario que ensalzaba lo propio y caminaba a la inoculación del odio al resto de España y todo financiado con el dinero de todos, comisiones aparte.

La Educación sigue siendo en España arena para la lucha partidista en la que las reformas sólo se mantienen en el tiempo cuando algún Gobierno alcanza la mayoría suficiente para otorgarle rango de ley orgánica y blindar su permanencia con la mayoría cualificada que exige su cambio o derogación. Sin embargo, desde que nace cada nueva reforma viene con la orla de descontentos que anuncian su inmediata derogación. También viene con la orla de los habituales informes de calidad internacionales que nos sacan los colores, el último el informe PISA 2015 de la OCDE sobre competencias financieras que señala que un 25% de los estudiantes españoles ni siquiera alcanza el nivel básico de conocimientos en esta área. No importa. Lo máximo que aceptamos como materia intocable son las pensiones. Ni siquiera ya la política antiterrorista.

Sólo hay una cosa peor que no haber evitado que la Educación se utilice como parte del programa secesionista, que el Gobierno de España decida no hacer nada una vez que la inspección constate lo evidente.

Sin embargo, no es solución quedarse en el lamento quevedesco de contemplar los muros de la patria, si en un tiempo fuertes, ya desmoronados. Es interesante, por ejemplo, releer las propuestas de reforma constitucional contenidas en iniciativas sólidas como la que contiene la obra «Recuperar España. Una propuesta desde la Constitución» (Universidad San Pablo, 2013). En definitiva, habrá que poner tantos medios y recursos en evitar que se eduque en el odio como se pone en evitar el «bulling».