Játiva

El impuesto a la robotización

La Razón
La RazónLa Razón

Mostrado como una mejora en el proceso de gestión para reducir la huella de carbono, las compañías aéreas nos enseñan a hacer el «checking on line» y a llevar nuestro equipaje etiquetado desde casa. Realmente no hay una reducción en la huella de carbono, sino una difuminación de la misma, pues en lugar de imprimir y consumir energía en los mostradores del aeropuerto lo hace cada pasajero en casa, en el hotel o en el trabajo. Algo parecido ocurre cuando los consumidores son «adiestrados» en los grandes centros comerciales para facturar por sí mismos lo que han comprado sin necesidad de pasar por caja. Vivimos una nueva era del maquinismo que en su expresión más sofisticada se manifiesta en los robots domésticos personalizados y en versiones menos llamativas en los mencionados sistemas de «checking on line», pistolas para leer los códigos de barras, indicadores volumétricos que hacen la gestión de «stocks» sin que el mozo de almacén tenga que revisar las existencias o la propia Thermomix. Detrás de esta fulminante maquinización o robotización de lo cotidiano (en la empresa y en el domicilio) hay una contradicción «in terminis»; una suerte de oxímoron social. Queremos alcanzar consumos antes imposibles a través de una economía «low cost», tener empleo y acceso a servicios públicos de calidad. Es una contradicción «in términis», porque la mecanización de lo cotidiano hace menos necesario al personal que atiende en los mostradores de los aeropuertos y en las líneas de caja de los grandes almacenes. Como última derivada, si la maquinización reduce significativamente el empleo, las rentas del trabajo se reducirán y los impuestos que las gravan dejarán de financiar esos servicios públicos a los que la sociedad no quiere renunciar. Así pues comienzan a oírse voces reivindicando impuestos sobre los robots. Entre esas voces está la del propio Bill Gates.

Son entonces dos cuestiones a dilucidar y ninguna de ellas fácil. La primera es si la sociedad occidental está dispuesta a aceptar la nueva oleada de maquinismo porque le permite acceder a un consumo que de otra forma está fuera del alcance de su bolsillo y porque también piensa que se trata de una nueva «destrucción creativa». En definitiva, esto último supone que si las grandes superficies comerciales necesitan emplear a menos personas, las empresas tecnológicas emplearán a más. La segunda cuestión es cómo de factible resulta introducir impuestos sobre los robots.

El maquinismo ha venido ocasionalmente acompañado de revueltas sociales que, sin embargo, nunca lograron detenerlo. Recordemos, por ejemplo, los denominados «sucesos de Alcoy de 1821». Fueron la primera manifestación del denominado «ludismo» que hubo en España. El ludismo fue un movimiento encabezado por artesanos ingleses en el siglo XIX, que protestaron entre los años 1811 y 1816 contra las nuevas máquinas que destruían el empleo. Los sucesos de Alcoy se produjeron el 2 de marzo de 1821, cuando unos 1.200 campesinos y jornaleros de los pueblos vecinos que cardaban e hilaban lana en sus casas asaltaron Alcoy y destruyeron 17 máquinas. La revuelta fue sofocada con la intervención de dos regimientos militares procedentes de Játiva y de Alicante que restablecieron el orden. Con un nivel diferente, algunas protestas de profesionales del transporte frente a opciones como la que ofrece la aplicación «Uber» compartirían algunos rasgos con las revueltas mencionadas sino fuese porque los telares a asaltar eran un objetivo visible y los que ofrecen su coche para compartirlo, no.

La segunda cuestión es si resulta factible cobrar impuestos a una Thermomix. Técnicamente habría dos opciones. Una es diseñarlo como un impuesto sobre la «propiedad de los robots» similar a la «propiedad de los vehículos». Esa opción exigiría la obligación de «matricular» a los robots, es decir, se necesitaría un sistema censal que permitiese identificar a los propietarios del objeto imponible. No es fácil. Por ejemplo, ¿por qué gravar la propiedad de un robot doméstico que limpia la casa y no un frigorífico inteligente dotado con sensores volumétricos y comunicación a un centro de compras de forma que ordena los pedidos automáticamente para que nunca falten los alimentos que hemos seleccionado? ¿Cómo de grande y, por tanto, gestionable por la Administración tributaria, sería un parque de robots de estas características?

La segunda opción sería a través de un impuesto especial sobre el consumo (la compra) de estos robots. Si bien sería más fácil, tendría que salvar dos dificultades. La primera que los impuestos de este tipo son siempre inflacionistas y van contra la economía «low cost» tan valorada por las sociedades consumistas occidentales. La segunda dificultad vendría dada en términos de equidad o, si se prefiere, en la respuesta a qué tipo de rentas soportarían principalmente este impuesto. Si el robot se considera que es un bien de lujo, lo podrían soportar las rentas más altas, pero si el robot asiste principalmente a las personas enfermas o impedidas cuyos ingresos suelen ser reducidos, entonces sería muy regresivo.

Los avances tecnológicos no son intrínsecamente buenos, pensemos en un arma de destrucción masiva. Depende de su aplicación. Sin embargo, resultan imparables. El impacto sobre el empleo es incierto. Es posible que disminuyan las necesidades de empleos poco cualificados en los países más ricos y aumenten en los países emergentes, pero la cuestión es demasiado compleja para abordarla apresuradamente. Respecto a los impuestos sobre los robots creo que tienen poco recorrido y que, de arbitrarse alguna fórmula, nunca compensarían una reducción en los impuestos que gravan las rentas del trabajo si finalmente esta nueva oleada maquinista acaba destruyendo un significativo número de empleos.

* Profesor titular de Economía y director de la Cátedra de Economía de la Energía y Medio Ambiente de la Universidad de Sevilla, e investigador asociado Universidad Autónoma de Chile