Historia

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El primer impostor de masas

La Razón
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El negocio de la impostura requiere indefectiblemente de dos polos, del embaucador y del embaucado. Cuando miles de personas, siglos atrás, clamaban por la vuelta de Anastasia o de Napoleón estaban favoreciendo la aparición del primer listo que suplantara a la duquesa rusa o al emperador corso, como así se contó por decenas en los años posteriores a la muerte de ambos personajes. El engaño es un asunto sustancial en la historia de la humanidad, habiendo tantos tipos como circunstancias para cometerlos. Desde el bulo a la calumnia, pasando por el infundio, la trampa, el embuste, la falsedad o el farol y todos son otorgados por el crédulo que los valide. Es lo que ha sucedido en los años precedentes con el conocido como pequeño Nicolás, el último trolero, convertido en celebridad por los parásitos catódicos de la impostura. En el siglo XVIII, el mundo giraba lento y los medios amplificaban menos de lo que hoy hace un simple comentario en las redes sociales. De tales circunstancias se aprovechó el falso heredero del Ducado de Módena, que se paseó por Sevilla como príncipe, en primera instancia, y como reo, en penúltima, en pleno siglo ilustrado. Sus andanzas fueron recogidas en la prensa de entonces y su fama se hizo universal. El carisma, el descaro y la astucia de aquel suplantador fueron capitales para que gobernadores y obispos de la Martinica, de Sevilla o de Ceuta, lugares en los que el embustero había despilfarrado a costa de sus engaños, dudaran ante las órdenes de apresamiento del mismo Fernando VI. El artista había conquistado a su auditorio. Fue el primer fenómeno de masas de la impostura, un verdadero precursor.