Sevilla

Esperanza nuestra

La Razón
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A mediados de junio recibí una llamada del hermano mayor de la hermandad de la Macarena, don Manuel García. Me pedía con toda amabilidad un artículo para el anuario de la cofradía y de corazón le contesté que era un gran honor. Un mes más tarde, una nueva llamada; en esta ocasión el ofrecimiento era todavía mayor: presentar el citado anuario. Le dije que nada me podía hacer más feliz, pero que tenía dudas. Primero, porque el anterior presentador fue el pregonero que incendió el Teatro de la Maestranza con su portentoso pregón, Alberto García Reyes; y segundo, porque para mí la Señora es mi Esperanza y mi gloria, la Esperanza nuestra, como lleva por título el anuario. Además concurrían dos circunstancias muy especiales: por primera vez la presentación se iba a producir en la Basílica, en su altar mayor y sería uno de los últimos actos que presidiría Manuel en su cargo. Por eso le dije que tenía temor a emocionarme demasiado y hacer un drama de un acto tan feliz. Las palabras de Manuel me terminaron de convencer. Y por fin llegó el lunes, 13 del presente mes. Misa y comunión para pedir a Nuestro Padre Jesús de la Sentencia que me ayudara, pues a su madre la tenía saturada a peticiones. Y llegó la hora, nueve y media de la noche. Recuerdo que estaba sentado en una mesa revestida con el esplendor propio de la Basílica, que estaba sentado al lado del hermano mayor y del secretario de la hermandad, que hizo una generosa presentación de mi persona. Al terminar, abrí la carpeta que contenían los folios que leería y a partir de ese momento no recuerdo nada. Entré en un estado de inmensa felicidad, hasta que de pronto escuché una gran salva de aplausos. Había terminado mi presentación y al parecer todo marchó por el buen camino. Desde el primer momento, y en el primer borrador, tenía claro no caer en la tentación del pregón , ese que todos los capillitas, jartibles y rancios llevamos escrito renglón a renglón en la cabeza y en el corazón, convirtiéndonos en un peligro en el momento que estamos delante de un atril o con un micrófono en la mano. Por la tanto, mis palabras no debían alargarse más de quince minutos y, ajustando todo lo escrito, lo dejé en el citado tiempo.

Hice un recorrido por todo lo que el anuario ofrece, alabé la gestión de los ocho años de mandato de Manuel, con actos irrebatibles que han quedado en la historia de la hermandad y de toda Sevilla. Al llegar a los grandes artículos, quise destacar el de Ángel Ramírez González, trece años. La terrible enfermedad lo ha dejado en silla de ruedas, no puede hacer su estación de penitencia; pero tiene la inmensa fuerza de gritar «volveré a vestir mi túnica de nazareno y la luciré con orgullo por las calles de Sevilla, viviendo la Madrugada, con la alegría de quien vuelve después de una larga batalla, orando por todos mis compañeros y pidiendo que sobre todas las cosas la palabra Esperanza se convierta en nuestro estandarte».

Después de esto encuentras el verdadero significado de Esperanza nuestra. Otro joven de doce años nos muestra su emoción desde la cima del mundo. Como otros años esperaba que se leyera la lista de los monaguillos que acompañarían al Sentencia en la Madrugada. «De pronto escucho: ‘Ignacio Rueda Hidalgo, monaguillo del Señor de la Sentencia’, lo más grande de mi vida». Cuánta verdad, cuántos sentimientos en estos aparentes sencillos actos. Terminé la lista de los colaboradores con unas preguntas que se hace en su artículo el ex ministro Manuel Pimentel: «¿Cómo una devoción puede permanecer y florecer durante siglos? ¿por qué los sevillanos del siglo XXI se postran emocionados ante una virgen del XVII, es que la ciencia no ha avanzado, es que acaso la religión no ha retrocedido?, ¿por qué entonces esos rezos, esas lágrimas y por qué ante la Macarena?».

Me despedí compartiendo la inmensa alegría que me venía desde el fondo de mi alma, pidiéndoles a todos que cuando tengan un problema, que vengan y se lo cuenten a nuestra Esperanza. Y si están felices, que vengan también. Como decía en mi presentación, para mí fue un día de esos que se cuentan en una vida con los dedos de una mano, un día en el que uno se siente rey y no envidia a nadie.