Lucas Haurie

Falsa sofisticación y mala suerte

La Razón
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Cuando llegó hace unos años a Brasilia procedente de China, donde había pilotado la expansión asiática de una cadena de supermercados, mi compañero de pupitre en el cole y pareja en la bisagra por los campos de rugby de España durante diez temporadas ya conocía el país, pues había abierto para la misma empresa decenas de tiendas en Sao Paulo y Río de Janeiro. Lector empedernido de Stefan Zweig, él me citó la cínica paráfrasis que los aborígenes hacían de la predicción del genio vienés: «Brasil es el país del futuro y siempre lo será». A Pedro, que nos guió por los «hutong» pekineses espantando a voces, en mandarín, a una miríada de potenciales estafadores, jamás se le ocurriría acercarse a una favela. «En el mejor de los casos, tienes que pagarle una coima a los policías militares que son, con diferencia, más peligrosos que los narcos». Cuenta que cuando los conductores pasan cerca de esos asentamientos, porque no tienen más remedio, «aceleran si ven a alguien merodeando la calzada y aceleran más todavía si ese alguien va uniformado». Es posible que el chófer que conducía el vehículo en el que falleció tiroteada la portuense María Esperanza Jiménez Ruiz intentase eludir el pago del enésimo soborno y es seguro que hacer una ruta por Rocinha es una temeridad. A la capital carioca se va a beber caipiriña, a ver culos de quitar el hipo (los de ellas y los de ellos) y a escuchar en bucle «Garota de Ipanema», siempre que uno no albergue el snob complejo de ser confundido con un turista, que es exactamente lo que somos cuando nos montamos en un avión y no es por motivo de trabajo. Este cóctel a base de falsa sofisticación y mala suerte puede acarrear terribles desgracias. ¿Por qué queremos hacer en el extranjero lo que jamás haríamos en casa?