Literatura

Sevilla

«Lorca miraba a Miguel Hernández como a una colilla»

José Luis Ferris recuerda al poeta de Orihuela en el ciclo «Recuperando la historia», que organiza LA RAZÓN junto a la Fundación Cajasol

José Luis Ferris
José Luis Ferrislarazon

Tras la figura del poeta, del ser humano, se ha colocado una aureola mística que cobija al mártir que murió solo y olvidado por defender los ideales de II República. Y es así en cierto modo, aunque en esa hagiografía profana no se cuenta que fueron sus propios correligionarios quienes le «dejaron en tierra» cuando las tropas franquistas tomaban la capital española mientras otros eran evacuados. Entre esos «otros» estaban sus amigos Rafael Alberti y María Teresa León. Ésta es una de las realidades que desvela José Luis Ferris en su libro «Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta», que sirve como base para pensar en una de las principales voces de la poesía española de todos los tiempos y que se ha actualizado con motivo del LXXV aniversario de su fallecimiento.

–¿Miguel Hernández era una buena persona?

–Absolutamente sí, profundamente noble. No sólo eso, sino que le costó la muerte porque no veía el mal por ningún sitio, era demasiado confiado. Se dio cuenta tarde, pero entonces ya había acabado una guerra y estaba en la cárcel, cuando escribe «El hombre acecha», eso de que el hombre es un lobo para el hombre. Aunque en la época carcelaria escribe los grandes poemas que han pasado a la Historia, marcados por la muerte del hijo, esa situación le debilita mucho emocionalmente, lo agota como ser humano. Digo todo esto porque no es difícil encontrar la esperanza pese a esa situación, «me queda la esperanza», escribe aún. Todavía lucha. Aleixandre lo decía muchas veces, es un hombre que no ve mal en ninguna parte, con un carácter fuerte y muy cabezón. Ser fiel a sus ideales le costó la muerte porque no hincó la rodilla, incluso ante aquellos que habiéndole ayudado al principio luego le pasaron factura como es el caso de Luis Almarcha.

–¿Una educación más sofisticada hubiera cambiado la esencia de su poesía?

–Podemos imaginar que termina sus estudios, llega a la Universidad y acaba con una formación similar a la de Cernuda, Guillén o Salinas. Posiblemente hubiera llegado, pero aunque él lucha por salir de su condición humilde y de autor de periferia, a pesar de eso, en el año 1935 cuando se instala en Madrid y a través de las Misiones Pedagógicas, descubre que ha huido de un mundo cuya grandeza reconoce ahora, cuando lo recorre en estos proyectos. Por más que huya de ser un poeta de pueblo su destino es ser poeta del pueblo. En ese año, madura una obra de crisis como «El rayo que no cesa» y le lleva a convertir todo su discurso del yo al vosotros, lo que lo convierte en un poeta del pueblo. Descubre que todos los poetas de la Generación del 27 bajan el tono para hablar a la gente, pero él no tiene que forzar la voz como sí les pasó a los otros, que hicieron el ridículo. Además, no hay que olvidar que estuvo constantemente en los frentes cuando la mayoría de sus compañeros vivieron en la retaguardia toda la guerra.

–¿Eso le creó problemas de conciencia al resto de los poetas de su tiempo?

–No sé hasta qué punto se creó una mala conciencia, pero me gustaría destacar dos posiciones que ofrecen sendas posturas ante la guerra desde la honestidad. Por supuesto, Miguel Hernández como poeta comprometido en la primera línea de fuego y luego los que están detrás organizando a todos los que llegaban aquí y salvando el patrimonio del Museo del Prado, el tesoro de Toledo, creando un teatro activo, una revista revolucionaria como «El Mono Azul». De este lado hablamos de María Teresa León, que hizo un trabajo impresionante frente a otros que no se sabe muy bien qué hicieron durante esos tres años.

–¿Cuánto se ha mitificado la figura del Miguel Hernández?

–Pues creo que mucho, pero por un lado y por otro. Durante 40 años es un poeta que al franquismo no le interesa pero sí a ciertos franquistas que lo conocieron y tuvieron una relación muy cercana. Me imagino al propio José María de Cossío, un hombre que se instala en el régimen cómodamente, como José María Alfaro, Dionisio Ridruejo o Juan Guerrero Zamora, que es un franquista convencido pero que adora a Miguel Hernández. Este último publica una biografía que se edita en 1955, pero, ¿qué tipo de biografía se puede publicar entonces cuando el poeta estaba prohibido? Pues una en la que demuestra que su muerte en la cárcel cumplía con dos principios del nacionalcatolicismo: que se arrepintió y murió católico, junto con que era el prototipo del macho ibérico frente a esa caterva de intelectuales del 27 calificados por los franquistas como homosexuales. Para ello se basa en unos dolores de cabeza muy intensos que atribuye al excesivo uso que hizo en su vida del matrimonio, cuando lo más que pudo estar con su mujer en cinco años de matrimonio son cuatro noches. No estuvieron juntos nunca. Es una visión, como también dice Vicente Ramos, que asegura que fue un poeta equivocado que malgastó su vida pero que luego se arrepintió. Luego viene la reivindicación de la izquierda, que hambrienta de líderes que alimentaran el antifranquismo, coge a Miguel Hernández por las hojas y deja dentro el rábano. Las hojas son los poemas de «Viento del pueblo». Desconocen y no quieren conocer al poeta de «Perito en lunas» y sobre todo al de «Cancionero y romancero de ausencias». Hay una falsa leyenda del poeta revolucionario a la que contribuyó otro biógrafo, el paraguayo Elvio Romero, que escribe la suya en los años cincuenta con una gran ficción y acabándola con aquella frase en la que se cuenta que el poeta agonizando escribió en la pared «Adiós hermanos, camaradas, amigos, despedidme del sol y de los trigos». Hacía meses que solo podía mover las pestañas... al cabo de los años, reconoció Romero que todo fue una invención suya.

–De poeta olvidado a símbolo de una suerte de nueva religión.

–Efectivamente, hasta el punto de que Miguel Hernández fue llamado el «santo laico». Desde el franquismo hasta la actualidad ha sido esclavo de esa instrumentalización para unos fines ideológicos. En Sudamérica está por todas partes, en Cuba los taxistas se saben los poemas porque en las escuelas está muy presente, ¿pero dónde está el otro Miguel Hernández? Las biografías están para eso concretamente, para dejar claro todos los ámbitos del personaje. Es complicado pero hay que ser honesto, aunque a veces te lo cuestiones. Me sucedió al rescatar un episodio en el que me dije que no se podía dejar de contar. En la cárcel de Alicante, último destino de su vida con la tuberculosis muy virulenta, comienzan a visitarle una serie de personas para que se arrepienta, pero se muestra inflexible e incapaz de hincar la rodilla. Ahí lo vemos como un héroe, pero por otra parte nos encontramos con que su mujer, Josefina Manresa, esa misma semana le escribe cartas en las que le echa en cara que no haya escuchado a ese sacerdote que ha ido a prisión para tratar de ayudarle. No entiende que se mantenga íntegro con un pensamiento, que no se venda a nadie y menos a esta gente. A Josefina le importa un bledo, porque lo único que quiere es verlo en la calle, además a su padre lo mataron los republicanos. Por ejemplo, tampoco he escatimado el lenguaje que utilizaba en las cartas que enviaba a Federico García Lorca cuando comenzaron a conocerse para que el lector se haga a la idea de por qué el poeta granadino le cogió después aquella alergia.

–¿No se llevaban bien?

–Entre Miguel Hernández y Lorca hubo un choque de trenes, lo contaba con lágrimas en los ojos Vicente Aleixandre porque el de Orihuela era como un hermano pequeño, pero Federico no lo podía ni ver. «Si Miguel está en tu casa sabes que no voy a ir. O lo echas o no voy», era su frase, y claro Federico era uno de los mejores amigos de Aleixandre. Lorca miraba a Miguel Hernández como a una colilla y él era todo: un señorito andaluz, un triunfador en la poesía y el teatro, había ganado la gloria literaria y era el modelo a seguir para cualquier escritor. Para Miguel era un dios. Se conocieron en la casa del editor Raimundo de los Reyes en 1933, allí estaba Lorca, y le hicieron recitar algunos poemas como riéndose un poco de él. Miguel, al final un poco nervioso, dijo una frase casi inadecuada después de los primeros halagos de Federico: «¿Eso significa que soy el mejor poeta de España?», a lo que Lorca le respondió que no era para tanto. Esa broma a Lorca no le gustó nada y al poco tiempo se reencontraron en Madrid cuando Miguel estaba apoyado entre otros por Neruda, pero ya no tenía ganas de verlo. Cada vez que llegaba a una reunión Federico se marchaba porque estaba un poco cansado de él y de todos aquellos jóvenes literatos que le buscaban para que les ayudase en sus inicios. Pienso también que había una cuestión física, porque Federico era tremendamente pulcro y muy clasista. Miguel nunca iba con ropa adecuada, iba con esparteñas y los zapatos le hacían sangrar; no le gustaba nada. Otro factor comprobado es que Federico era el epicentro de todo, hablando, tocando el piano, recitando; era la estrella y sabía que este chico nuevo le podía eclipsar en cierto modo.

–Hablemos de otro mito: el poeta nacido de las flores y dedicado a cuidar cabras.

–Nada, otro más. Hay que distinguir que es un poeta desde que empieza a escribir sus primeros poemas, incluso los pseudoreligiosos. Miguel hasta febrero del año 1933 es un poeta católico, con un amigo como Ramón Sijé que es quien le impulsa a crear un teatro religioso, pero hasta el año 35, que es cuando llega a Madrid, abre los ojos y lucha contra todo lo que ha sido su pasado. Hay un poema que se llama «Sonreídme» que marca un antes y un después. Ese mundo de iglesia cerrado lo ve como algo oscuro del que ya no quiere saber nada, pero antes es un muchacho que nace en un contexto rural pero que se encuentra en una situación de privilegio porque su padre es el patriarca de los ganaderos, que exporta reses cada quince días hasta Barcelona. En el Café de Levante de Alicante se codea con la nobleza y la aristocracia porque es un señor con mucho dinero. Sucede que en realidad es un hombre que viene de la más absoluta de las miserias, que no olvida su pasado, pero que quiere que sus hijos vivan en la más radical de las austeridades, en la mayor de la sencillez. Nunca fue pobre hasta que se fue a Madrid, ya que su padre no quiso que fuera poeta y no le ayudó económicamente. No tiene para el metro, ni para zapatos cuando se le rompen los suyos y duerme en un banco porque no puede pagar la pensión, pero eso no es la pobreza inicial de Miguel Hernández. El otro tópico que hay que derribar es que no era un poeta formado. En aquella época, en las décadas de los 10, 20 y 30, sólo estudiaban los niños de familias bien o burguesas, el resto iba al colegio uno o dos años. Ésos eran los niños de la calle de Arriba con los que se solidariza, que servían para aportar, pero él estudia hasta los 15 años, que es muchísimo para la época. Era un chaval de un alto nivel cuando su padre le saca de la escuela para que se encargue de los rebaños de la familia en el momento en el que los negocios comienzan a ir mal. Trabajó en una tienda de ropa, en un ultramarinos, de ayudante de un notario... no era un pobrecito iletrado en ningún caso.