Historia

Sevilla

Ocaña: la transgresión vino del Sur

Una muestra recupera el legado del artista sevillano que se convirtió en icono de la modernidad catalana

«El velatorio», una de las obras que se muestran en la exposición «Ocaña, la pintura travestida»
«El velatorio», una de las obras que se muestran en la exposición «Ocaña, la pintura travestida»larazon

Una muestra recupera el legado del artista sevillano que se convirtió en icono de la modernidad catalana

En plena celebración del Orgullo Gay llega a Sevilla por primera vez en formato de gran exposición parte de la obra pictórica de José Pérez Ocaña (1947-1983), uno de los principales referentes de la contracultura durante la etapa de la Transición y un mito artístico-reivindicativo desde su muerte en un carnaval de su Cantillana natal tras arder el disfraz de sol con el que iba vestido. «Ocaña, la pintura travestida», que durante tres meses permanecerá abierta en la sala Atín Aya, realiza una síntesis intensa de su producción desde 1973 hasta su fallecimiento.

Para quienes no lo conozcan, Ocaña fue un pintor, actor, transformista, creador de performances, escultor..., que en la década de los setenta se convirtió en una referencia contracultural junto a otros nombres propios como Nazario. Es interesante acercarse hasta el universo que propuso en su vida-obra, su final parece premeditado como colofón para una performance existencial, porque es un reflejo desdoblado de la propia sensibilidad y estética andaluza. Las referencias a su infancia en el pueblo, al folclore, a las tradiciones religiosas y a los ritos de la vida, la muerte y la sexualidad son constantes desde sus primeras creaciones, pero se muestran, se articulan mejor dicho, mediante unos mecanismos que sobrepasan lo canónico sin perder a la vez ni un pie en la tradición. Cuando pinta un velatorio, por ejemplo, lo hace desde un conocimiento pleno de la ceremonia, focalizando el rostro de las mujeres plañideras, presentando la atmósfera de dolor de la sala pero recurre a colores inesperados, discordantes con lo que se espera de la despedida de un muerto. De fondo, el doble sentido que la muerte tiene en el sur de España. Sucede igual con las imágenes de las vírgenes, a las que retrata bajo la «formalidad» habitual de los grandes maestros pero con un sentido festivo, casi kitsch, que rompe el discurso que se espera recibir al contemplar el cuadro de una Inmaculada. Ocaña no pinta con la intención de ridiculizar este tipo de imágenes, todo lo contrario, pues era una amante de las fiestas religiosas. Lo que intenta es transmitir una imagen concreta y pura de lo que nuestra costumbre quizás haya llegado a dejar de percibir de un conglomerado religioso, sensual y estético verdaderamente estimulante, a veces estrambótico y desde luego profundamente contradictorio.

Desde muy joven se sintió atraído por el teatro, disciplina que desarrolló a través de sus performances y acciones, lo que le trajo más de un quebradero de cabeza cuando comenzó a llevarlas a cabo en su pueblo durante los años cincuenta y sesenta. Bajo el nacionalcatolicismo y en una sociedad rural nadie comprendía lo que aquel chico homosexual trataba de expresar. El rechazo constante desembocó en su huida a Barcelona. Allí tuvo que comenzar desde cero a labrarse un hueco en la escena artística mientras subsistía como pintor de brocha gorda. Sin apenas estudios, Ocaña estrechaba progresivamente lazos con el lumpen artístico barcelonés, pues su acceso e intercambio con la Gauche Divine se podría considerar como ciencia-ficción. No tuvo nada que ver con aquellos niños bien, él era el pueblo llano con sus continuas y bajas contradicciones, y su mundo resultó exótico para los que se clasificaban como modernos. Poco a poco, paseando por las Ramblas vestido de mujer, sin ropa interior y enseñando sus genitales a los policías, monjas y cualquier representante del orden civil y moral, se hizo conocido hasta convertirse en un icono de aquella explosión de creatividad que surgió tras la muerte de Franco al resto del país, pero que unos años antes ya se vivía en la Ciudad Condal. Ya era la «Diosa Ocaña».

Cuando los focos y el reconocimiento llegaron a su vida todos quedaron asombrados ante una creatividad que remitía a un mundo cercano al realismo mágico que compartía estética con algunos ejemplos de la pintura que entonces se hacía en Iberoamérica. Tras su trazo infantil, ese mundo que se quedó en el pueblo, en las labores del campo, en el interior de las iglesias, el de los juegos, todo lo que en realidad le había rechazado hasta la violencia física, fascinaba por su absoluta libertad de discurso y su desparpajo sexual. Las vírgenes lloraban como todas las dolorosas, pero lo hacían bajo mantos coloridos y con un fondo de estrellas luminosas. El dolor, eso también es muy andaluz, se tamizaba con una cierta alegría subterránea reflejada en su manera de afrontar esta temática. «En Andalucía el velar y la fiesta van muy unidos», reflexionó el propio Ocaña.

Sobresale de las demás piezas de la exposición «Mi velatorio» o «Premonición», con la que anticipa su propio duelo. Ahí están presentes todos sus elementos característicos: la imagen de la Asunción, los candeleros, el llanto, los primeros planos y el paisaje del pueblo al fondo, bajo la luna, otro de sus símbolos fetiche. Como querubines, las caras de sus amigos catalanes –Alejandro, Nazario y Fernando Roldán–, que lo velan como los caballeros que pintó El Greco para «El entierro del Conde de Orgaz». No es ésta la única referencia a otros autores de la tradición pictórica, pues con más evidencias se aprecian guiños a Velázquez, Goya, Murillo, Cézanne, Picasso y Van Gogh. También destacan la serie de pinturas acrílicas que realizó durante el último periodo de su vida, que por primera vez también se exponen juntas, con las que maduró su estilo ahondando en temas más introspectivos y endureciendo la paleta.