Lucas Haurie

Olivencia por derecho

La Razón
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Si don Manuel Olivencia, fallecido el primer día de 2018, no figuró en los gabinetes de Suárez con sus amigos Clavero y Añoveros fue porque su vocación docente era más poderosa que su afán de poder. Era Manolo, que así lo llamaban desde tiempos inmemoriales en la tertulia del bar del hotel Alfonso XIII (allí acuñó la autodefinición de «antifranquismo de salón»), la pata simpática de la Santísima Trinidad del Derecho andaluz entre dos regímenes y, con los socialistas en el poder, no pudo resistir la tentación de convertirse en Comisario General de la Expo 92, sobre todo por las posibilidades transformadoras que veía en el magno evento para Sevilla, su otra gran pasión junto al ejercicio de la abogacía. Caballero a carta cabal, se ha llevado al sepulcro el secreto de su dimisión, a sólo nueve meses de la inauguración, en la que se aplicó el principio de José María García para trances similares: «Me voy... cinco minutos antes de que me echen». Cundió la sospecha de que el PSOE, al que por entonces definía Umbral con tino como cuatrocaminero, necesitaba que firmase las cuentas de aquello alguien con un poquito menos de sentido cívico y un poquito más de tragaderas, pero del interesado jamás salió siquiera una insinuación malévola. El poder juntero, omnímodo por entonces, nunca le perdonó su doble pecado original: cercanía con la UCD y firmeza a contracorriente contra el despótico poder autonómico, una posición impecable pese a partir del error de haberse opuesto, Lauren Postigo mediante, al referéndum del 28 de febrero de 1980. Quizá haya sido su última satisfacción comprobar cómo había virado Alfonso Guerra, su némesis, hacia planteamientos más sensatos, o sea, más centralistas. La razón sólo tiene un camino, y va en dirección opuesta al oportunismo.