Pintura

Vidas de un coleccionista

Elba publica las memorias de Heinz Berggruen, una figura indispensable para conocer de primera mano el arte más innovador de principios del XX

Heinz Berggruen con algunos de los numerosos originales de Pablo Picasso que formaron su extraordinaria colección de arte
Heinz Berggruen con algunos de los numerosos originales de Pablo Picasso que formaron su extraordinaria colección de artelarazon

Elba publica las memorias de Heinz Berggruen, una figura indispensable para conocer de primera mano el arte más innovador de principios del XX.

Que un coleccionista de arte explique sus trucos, narre cómo logró algunas de sus joyas más preciosas y deseadas o hable de sus conversaciones con uno de esos artistas indispensables en una pinacoteca moderna y con gusto, es ciertamente insólito. Hablar de todo esto es como si un mago explicara sus trucos más secretos. Uno de los mejores coleccionistas y galeristas de arte del siglo pasado fue Heinz Berggruen, una verdadera personalidad en cuanto a dar conocer todo aquello que representaban a las mejores corrientes artísticas del XX, especialmente las más rupturistas. Esa pasión por la divulgación es evidente en un libro que acaba de publicar Elba, uno de los títulos más maravillosos en la bibliografía sobre el noble arte de coleccionar arte: «Yo fui mi mejor cliente. Memorias de un coleccionista de arte».

Berggruen tuvo la fortuna de estar en París, el lugar exacto, en el momento exacto, al hacerse responsable de una importantísima galería de arte en la place Dauphine, posteriormente trasladada a la rue de l’Université. Fue por allí por donde pasaron auténticas obras de arte que hoy forman parte de colecciones privadas y públicas firmadas por Picasso, Matisse, Braque, Klee, Gris o Kandisnky. A ello hay que sumar la espectacular labor como editor de este galerista, como es el caso de la edición en dos tomos del primer catálogo razonado de la pintura de Juan Gris, un hito firmado por Douglas Cooper, el peculiar coleccionista al que Berggruen le dedica también unas jugosísimas páginas en su autobiografía.

El libro empieza por el final, por lo que sería el germen de su gran obra, el Museum Berggruen de Berlín, donde se exponen una serie de piezas de la colección de este hombre. El origen de todo fue la donación de un centenar de piezas de Paul Klee, una de sus indiscutibles pasiones artísticas, al Metropolitan de Nueva York, un generoso acto del que no quedó muy contento con el resultado final.

Hasta llegar a su museuo de Berlín, Berggruen recorrió un larguísimo camino siguiendo la estela dejada, por ejemplo, por Gertrude Stein. El marchante pudo hacer amistad con Picasso. A él llegó de la mano de Tristan Tzara, el gurú del movimiento dadaísta y al que había conocido en el mítico Café de Flore. Cuando visitó el domicilio de Tzara, decorado con máscaras africanas y piezas picassianas, supo que aquel era su mundo, que allí es donde quería vivir, es decir, en un universo lleno de obras de arte.

Berggruen quería hacer una exposición con obras de Picasso acompañados de textos de Tzara. Pese al éxito moderado y el aparente poco interés del genio malagueño con las ilustraciones, lo importante era mantener el contacto y abrir la puerta a futuras colaboraciones. Las observaciones de alemán sobre Picasso son imprescindibles: «Lo que más apreciaba Picasso, aparte del silencio y la concentración que dedicaba a su obra de vejez, era la relación con sus creaciones del pasado. Siempre parecía impaciente por ver las obras que yo le traería, lo que sin duda era una de las razones de la buena acogida quesuempre encontré en su casa. En todas mis visitas le enseñaba cuadros o dibujos que sospechaba que podían ser falsificaciones; él los observaba atentamente y, si no estaba conforme, tachaba la firma y escribía en el dorso, casi siempre con un lápiz de color azul: “Faux” [falso]», podemos leer en «Yo fui mi mejor cliente».

Encuentro con Frida

Picasso no es el único secundario de lujo en estas memorias. Una de las escenas más memorables se refiere al encuentro, gracias a Diego Rivera, con una convaleciente Frida Kahlo. «Conocerá usted a mi mujer y te enamorarás de ella», le advirtió el pintor mexicano al galerista y coleccionista. La profecía se cumplió inmediatamente. «Al instante quedé embriagado por la visión de aquella mujer extraordinaria. Diego Rivera sólo se quedó un momento. Aunque no entendí ni una palabra de su conversación en español, enseguida noté una gran tensión entre los dos; sentí casi físicamente que su relación no pasaba por un buen momento. Al rato, cuando Rivera se disponía a marcharse, se volvió hacia mí y me dijo: “Quédese, quédese. Mi mujer se siente a gusto con usted”. No tuve nada que objetar; al contrario: mi único deseo era quedarme».

A partir de 1980, después de treinta y cinco años al frente de su prestigiosa galería, Berggruen decidió dejarlo todo para centrarse en el coleccionismo, algo que no veía como un ejemplo de lujo. Él mismo explica que «el éxito material, la riqueza, me atraían bien poco. Mi mujer y yo nunca nos dimos a la gran vida; nunca nos esperó un Rolls-Royce en la puerta. Hemos vivido con la máxima discreción posible; el relumbrón social nunca nos ha interesado. Coleccionar cuadros no tenía nada que ver con todo esto: era mi pasión».

A finales de 2000 donó su colección a la comunidad alemana. Ese es el gran legado dejado por Berggruen en un museo que lleva su nombre, junto con este extraordinario libro de memorias.