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Discurso de Esperanza Aguirre a los pastores evangélicos de Madrid

La Razón
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Quiero empezar estas palabras agradeciéndoles, muy sinceramente su amable invitación a participar en este acto. Un agradecimiento que quiero personificar en Don Manuel Cerezo, Secretario General del Consejo Evangélico de Madrid, con el que tuve la oportunidad de entrevistarme el pasado día 17.

Entonces, además de invitarme a este acto, pudo presentarme una serie de aspiraciones de la Comunidad Evangélica de Madrid, a las que me comprometo a prestar la máxima atención.

Es para mí un honor y un motivo de enorme responsabilidad tomar la palabra ante esta reunión de Pastores Evangélicos.

En primer y fundamental lugar, porque, gracias a su generosa invitación, estoy hablando en un lugar de culto, en un lugar de oración. Algo que creo que no había tenido la oportunidad de hacer nunca.

Y, además, porque me estoy dirigiendo a ustedes, que, desde su ministerio pastoral, dedican su vida a predicar y extender el mensaje del Evangelio en nuestra sociedad.

Nada más recibir su invitación para participar en este acto, me planteé una pregunta fundamental: ¿Qué puede decirles a unos Pastores Evangélicos, reunidos en una de sus Iglesias, una política en ejercicio?

Se me hizo evidente que, desde luego, no soy la persona más adecuada para hablarles a ustedes de religión.

Y también pensé que, además, este no era el lugar adecuado para hablar de política.

Entonces, ¿qué podría decirles a ustedes?

En primer lugar, palabras de sincera felicitación por ser personas dedicadas a la difusión del mensaje evangélico.

Los ciudadanos españoles y, en general, los ciudadanos de los países libres y democráticos del mundo disfrutamos de unos regímenes políticos donde se nos reconocen todos nuestros derechos y donde se nos garantiza nuestra libertad.

Nunca en la Historia ha habido más libertad ni han estado más garantizados los derechos que ahora en los países que, como España, formamos parte de lo que podemos llamar Occidente.

Pues bien, muy pocas veces cuando disfrutamos de esta libertad y del ejercicio de todos esos derechos, nos paramos a preguntarnos por qué y cómo hemos llegado a este Estado de Derecho que protege nuestra libertad y nuestros derechos.

Si nos hiciéramos esas preguntas, y hoy quiero hacérmelas delante de ustedes, descubriríamos el papel esencial que el cristianismo ha representado en la Historia de Occidente y en la conquista de los derechos y libertades que hoy nos garantiza el Estado de Derecho.

Y es que nosotros, los ciudadanos occidentales, somos hijos del pensamiento racional que nace en la Antigua Grecia, del ordenamiento jurídico que heredamos de Roma y del sentido moral que hemos aprendido en el cristianismo.

La unión armónica de estas tres herencias, la filosófica, la jurídica y la moral, ha servido para crear el sistema político de los países occidentales, que son los más libres, los más justos, los más prósperos y los que garantizan más y mejores oportunidades para todos sus ciudadanos.

El anticuado anticlericalismo de muchos políticos españoles -y no sólo españoles- hace que exista en nuestra sociedad una especie de vergüenza a la hora de reconocer la importancia trascendental que la herencia cristiana representa en nuestra sociedad y en nuestra democracia.

Eso es así, aunque a algunos les duela reconocerlo. Y, sin embargo, ni España ni Occidente ni nuestro sistema político de libertades y derechos pueden entenderse sin el cristianismo.

Son muchos los que no quieren reconocerlo y son también muchos los que ni siquiera se han parado a pensar en la importancia del cristianismo en nuestra Historia y en el sistema de valores que impregnan nuestra democracia.

Por eso, quiero aprovechar esta oportunidad, delante de ustedes, servidores de la palabra de Jesucristo, para expresar en voz alta los valores fundamentales que creo que los occidentales debemos al cristianismo.

Unos valores que compartimos todos. Incluso aquellos que no son creyentes en Jesucristo. Porque los ateos y los agnósticos, aunque sin la fe, también comparten con los que la tenemos esos valores que vienen del mensaje de Jesús.

El primer valor es el de la dignidad de todos los seres humanos. Ese es el mensaje central de Jesucristo. Nadie antes de Él había predicado esa dignidad esencial que tenemos todos los hombres por ser hijos de Dios.

Y unida a la dignidad tenemos también la igualdad esencial de todos los hombres. Porque para Dios, según el mensaje de Jesucristo, todos somos iguales por ser todos sus hijos.

Siempre que en un discurso político aparece la palabra igualdad se está produciendo una referencia al mensaje evangélico. Antes de Jesucristo nadie había predicado ni defendido esa igualdad integral de todos. Y nadie como los cristianos la ha buscado con más ahínco en los veinte siglos que llevamos desde Jesús.

Esto es así, aunque haya grupos políticos que quieran ocultarlo, o que se proclamen anticristianos mientras, en franca contradicción, hablan de igualdad de derechos.

Y la mejor garantía de que la dignidad esencial de todas las personas y la igualdad de sus derechos sigan siendo columnas fundamentales de nuestro sistema político es, sin duda, que el mensaje evangélico siga extendiéndose en nuestra sociedad.

Por eso me alegra tener la oportunidad de felicitarles por la labor evangelizadora que ustedes cumplen. Una labor que, a la vez que proporciona consuelo y que da sentido a la vida de sus fieles, tiene una dimensión social: la de mantener vivos el valor de la dignidad de las personas y la trascendencia de defender la igualdad de todos ante Dios y ante la Ley.

Y a la vez que les felicito por esa impagable misión que ustedes cumplen, me gustaría decirles unas palabras acerca de un asunto que considero que tiene una importancia trascendental en el mundo de hoy. Me estoy refiriendo a la persecución que sufren los cristianos en muchas partes del mundo. Y a la indiferencia con que, en los países occidentales, estamos contemplando esa persecución.

Es muy significativo que el peor de los totalitarismos que hoy amenaza a Occidente, el totalitarismo yihadista, haya declarado una guerra de exterminio contra los cristianos de los países en los que, desgraciadamente, ya tiene presencia.

Los totalitarios saben que para acabar con las libertades y los derechos de los países es imprescindible acabar con todo rastro de cristianismo.

Porque saben que, mientras exista alguna semilla cristiana, los valores de la dignidad, de la igualdad y de la libertad de todos los hombres volverán a florecer. Y los totalitarios quieren extirpar esos valores de raíz, porque los totalitarios son incompatibles con la libertad, con la dignidad de las personas y con la igualdad.

En primer lugar, porque ninguna persona decente debería quedarse impasible cuando se contempla cómo son degollados fríamente decenas de cristianos en las playas de Libia o cuando son secuestradas 200 niñas cristianas en una aldea de Nigeria.

Pero es que, además, negarse a luchar contra los que hoy perpetran esos crímenes bárbaros en países relativamente lejanos es darles a los asesinos una sensación de impunidad que puede conducirles a cometer crímenes aún más terribles. Y más cercanos a nosotros.

Los cristianos aquí reunidos debemos tomar conciencia de la necesidad de apoyo que tienen todos los que comparten su fe con nosotros en países en los que son perseguidos por el simple hecho de dar testimonio de Jesús.

Y nada más, mis queridos amigos.

Espero que estas palabras mías sean tomadas por ustedes como las reflexiones que una política se hace cuando piensa en la importancia del cristianismo en la vida de nuestras sociedades libres, y cuando se encuentra ante una asamblea de pastores que dedican su vida a extender la palabra de Jesucristo por el mundo.

Sólo me queda reiterarles mi agradecimiento por haberme invitado a este acto y haberme dado la oportunidad de hablarles de unos asuntos que para mí tienen la mayor de las trascendencias.

Los crímenes salvajes que se están ejecutando contra los cristianos en países como Siria, Irak, Libia o Nigeria, por citar algunos de los que más resonancia han tenido en las últimas semanas, son crímenes cometidos sobre ciudadanos de esos países que, en muchos caso, pertenecían a comunidades cristianas establecidas allí desde hace siglos.

Pues bien, estoy plenamente convencida de que permanecer impasibles ante esos crímenes por parte de nosotros, los ciudadanos libres de Occidente, constituye una gravísima irresponsabilidad.

Y felicitarles muy sinceramente por la labor de expansión del cristianismo que llevan a cabo en sus Iglesias.

Muchas gracias.