Suiza

Moore, Roger Moore

Moore, Roger Moore
Moore, Roger Moorelarazon

Por Álvaro de Diego

Como no fue un gran actor, prefirió interpretarse continuamente a sí mismo. Sin negarlo. Dio fe ese toque irónico tan británico y tan suyo que le daba un punto de distinción y cien de coherencia. Le delataba el arqueo de una ceja, signo de perplejidad ante un género como el humano que a juicio de Bertrand Russell esgrime una moral doble: “Una que predica y no practica, y otra que practica y no predica”. Era así que nuestro intérprete situaba a Laurence Olivier en un pedestal pero siempre quiso haber sido Stewart Granger, el galán de los ojos verdes que encandilaba a mi abuela. Quizá no suplantara nunca a un rey en su coronación, pero fue capaz de seducir a la dama más sofisticada apenas adentrados ambos en el parterre. Como ocurría en El prisionero de Zenda y él aplicó con sucesivas esposas.

Esta semana ha muerto Sir Roger Moore en su residencia de Suiza. Un cáncer se ha llevado a los 89 años a un confeso votante tory, a un embajador de UNICEF tan digno como Audrey Hepburn -que ya era dignidad- y, sobre todo, a un icono pop de la cultura contemporánea.

Antes de encarnar a 007 el británico vino avalado por el éxito en la pequeña pantalla. Basada en los relatos de Leslie Charteris, El Santo fue una serie televisiva que de 1962 a 1969 encumbró a su protagonista. Moore prestaba maneras a Simon Templar, un aventurero donjuán que resolvía los casos más variopintos. Lo mismo acudía al rescate de una damisela a lomos de su caballo blanco (un Volvo de ese color, en realidad) que participaba en una trama de espionaje. En plena Guerra Fría y frente al colectivismo soviético, Templar era rico, guapo y elegante... y se movía por libre. Moore vestía sus propios trajes y aportaba su matiz socarrón al personaje, que en ausencia de un policía amparaba a los desvalidos. Sus irresistibles dotes de seducción se desplegaban con elegancia. Las tramas, de un consumo familiar aún recomendable, resultaban más blancas que la chaqueta del esmoquin que luciría en Octopussy. El Santo contaba como producto con dos virtudes adicionales. Primera: una efectiva introducción en la que Templar presentaba a los personajes del capítulo para que la cámara concluyese en un primer plano de su cabeza nimbada; a partir de ahí se abrían paso los títulos de crédito y la popular sintonía. Y segunda: cada episodio relataba una historia completa sin la engañosa golosina tan habitual hoy de las entregas a plazos, folletinescas. Una lección doble y ejemplar de economía narrativa, en suma.

En aquellos días no existían las redes sociales ni el nefasto fenómeno fandom. Esta versión audiovisual del asamblearismo político reorienta hoy el rumbo de las ficciones masacrando, por lo general, su calidad artística. Si una serie funcionaba, seguía emitiéndose. Si el público le daba la espalda, no era preciso convocar “primarias”. Por eso la siguiente aventura de Moore resultó breve. En Los persuasores encarnó a Brett Sinclair, un aristócrata inglés que formaba tándem con otro playboy, el millonario norteamericano de origen humilde Danny Wilde. A Wilde lo interpretaba un Tony Curtis en horas bajas cuya simpleza probablemente disgustó al público estadounidense. Solo se produjeron 24 episodios, esto es, una temporada. Algún capítulo se rodó en España, con el consabido recurso al flamenco y al garrulismo patrios. Pese a todo, hoy se ve con una sonrisa.

El televidente no descubrió otro Templar en Lord Sinclair, pero este último prestaría hechuras al Bond que estaba al caer. Consciente de que Connery se había apropiado del papel, Moore anticipó la fórmula que hoy explota el canterano Nacho en el Real Madrid. Se limitó a hacer lo que sabía y, como el defensa, lo hizo muy bien. Cedió a los dobles las escenas de acción, pues al 007 más talludito le disgustaba su forma de correr (algo habitual en caballeros del Imperio como los Grant, Cary y Hugh, o Colin Firth); sin embargo, ningún otro bajó unas escaleras como él (véase La espía que me amó). Lució los trajes como nadie y dotó al del MI6 de los modales de un gentleman. La vis cómica constituyó el último ingrediente, mezclado, que no agitado. Si resultaba escandaloso, a su juicio, que a un espía le reconociesen al registrarse en la recepción de cada hotel, había que afrontar esta fase de la franquicia “con un humor igual de escandaloso”. “Vaya birria de espías, que se sabe dónde están”, me replicó mi hijo cuando le señalé el edificio del CNI en cierta ocasión.

Moore acentuó el tono autoparódico del agente secreto, un doble cero tan descacharrante como esos gadgets que hacían las delicias del público más imberbe. Tuvo el decoro de pedir el relevo en Panorama para matar. Había llegado el momento de colgar unas armas que nunca le gustaron y a sus cincuenta y siete años se sentía incapaz de compartir cartel con chicas Bond que podían ser sus hijas. “Ya sé que es tu trabajo, pero procura no disfrutarlo demasiado”, le había advertido una década atrás su tercera esposa, la italiana Luisa Mattioli.

El papel de Moore mereció el desdén de los críticos. Sin embargo, como estudió Umberto Eco, el personaje literario de Ian Fleming se había basado en la ligereza y en las asociaciones elementales para conectar con el público masivo. Nada de tormento psicológico ni de meditación moral, sino impecable estética e impúdica pureza épica, tan gratas también al lector cultivado. Frente a la introspección freudiana asumida por Mendes y Craig cuando el psicoanálisis está ya obsoleto, el tono pop y sin complejos. El James Bond naíf y desenfadado de Moore quizá es el que más necesite nuestra sociedad actual. Esa sociedad que llora a los niños asesinados en Manchester mientras a Ariana Grande le falta tiempo para tomar su jet y agota su solidaridad en un lloroso tuit.