José María Marco

20 años después

La Razón
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La liberación de Ortega Lara, tan magníficamente recordada en estas páginas de LA RAZÓN, y sobre todo el asesinato de Miguel Ángel Blanco, impulsaron un cambio en la actitud de la opinión pública de nuestro país ante el terrorismo nacionalista. Gracias también al equipo al frente del Gobierno y de la lucha antiterrorista, por primera vez los (ciudadanos) españoles tenían la oportunidad de articular el rechazo de la violencia con una acción cívica, de orden político. A partir de ahí, el terrorismo se volvió insoportable como no lo había sido hasta entonces. En aquellos días quedó claro –por fin– que una democracia liberal como la nuestra es incompatible con el ejercicio sistemático del terror por un grupo organizado. Una tercera consecuencia fue la posibilidad de una nueva visión del nacionalismo, desligado hasta entonces del terror, como si los medios y los fines pudieran ser disociados. Veinte años después, nos encontramos en una situación muy diferente. Hoy la violencia terrorista es inadmisible y nos resulta difícil entender cómo la sociedad española convivió con ella durante tantos años. Un atentado como los muchos de antes de 1997 suscitaría una reacción inconcebible entonces. Esta actitud, destinada a propiciar el final del terrorismo, fue perversamente utilizada para conseguir, además del final de la violencia, la supervivencia de los fines nacionalistas que perseguía. La estrategia de Aznar y su equipo quedó sustituida por la de Rodríguez Zapatero. La consecuencia es que las organizaciones que entonces parecían condenadas por su apoyo al terror criminal gozan hoy de excelente salud legal y política, e incluso están apoyadas por nuevas fuerzas no nacionalistas. El nacionalismo llamado moderado, por su parte, comprendió que su mejor baza era resistir a lo que –dada la naturaleza de la izquierda española– sería una oleada pasajera. Así fue, efectivamente, y el fin de la violencia terrorista, en vez de apuntalar a los partidos «constitucionalistas» –nacionales, propiamente dicho–, sirvió de base para una nueva hegemonía, más sólida aún, del nacionalismo. Esta evolución pudo entreverse en dos hechos ocurridos aquellos mismos días. El primero, cuando Arzalluz y el PNV se negaron a participar en la cabecera de la manifestación de condena en Bilbao junto con el gobierno central. El otro fue la ausencia de banderas nacionales en las manifestaciones del 14 de julio, en particular la de Madrid.