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Eduardo Mendoza: «La tecnología no elimina el terror a la página en blanco»

El escritor ha recibido el Premio Cervantes de manos de Felipe VI

Eduardo Mendoza (d), recibe el Premio Cervantes de manos de Felipe VI, en presencia de Doña Letizia, Soraya Sáenz de Santamaría, y Cristina Cifuentes
Eduardo Mendoza (d), recibe el Premio Cervantes de manos de Felipe VI, en presencia de Doña Letizia, Soraya Sáenz de Santamaría, y Cristina Cifuenteslarazonfreemarker.core.DefaultToExpression$EmptyStringAndSequenceAndHash@40deb465

El escritor catalán ha recibido hoy el Premio Cervantes de manos de Felipe VI, en la solemne ceremonia en la que ha reivindicado la excelencia del humor en la literatura.

Eduardo Mendoza, el hombre que «no buscaba elogios, sino buenos lectores», llegó a la ceremonia de entrega del Premio Cervantes escudado en una sencillez limpia de falsas modestias y con la humildad como única adarga. El escritor enemigo de los halagos, que considera que «la vanidad es una forma de llegar a necio dando rodeos», además de ser el peor consejero de un creador, recordó en su discurso de recepción sus distintas lecturas del Caballero de la Triste Figura, que, en todal, han sido cuatro a lo largo de su vida y en las cuatro, como es fácil prever, se encontró con un libro distinto. «Cuando se lee el Quijote, uno nunca sabe lo que le puede pasar». Para saltar por encima de su timidez, el novelista, el autor que todavía no sabe cómo debe reaccionar ante el reconocimiento de un galardón como éste, recurrió al humor, que se convirtió en su particular trinchera para afrontar el acto que acogió el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. «En mis escritos he practicado con reincidencia el género humorístico y estaba convencido de que eso me pondría a salvo de muchas responsabilidades. Ya veo que me equivoqué. Quiero pensar que al premiarme a mí el jurado ha querido premiar este género, el del humor, que ha dado nombres tan ilustres a la literatura española, pero que a menudo y de un modo tácito se considera un género menor. Yo no lo veo así. Y aunque fuera un género menor, igualmente habría que buscar y reconoce en él la excelencia».

Mendoza, quien se ha reivindicado como «un fiel lector de Cervantes y un asiduo lector del Quijote», un libro que «con cada relectura mejora y, de paso, mejora al lector», repasó sus incursiones en esta obra cumbre de nuestras lenguas. Un recorrido que describió con gracia («La pomposa abstracción que hoy llamamos Humanidades, antes se llamaba, humildemente, Curso de Lengua y Literatura. Y para mis compañeros de curso y para mí, aún más humildemente, la clase del Hermano Anselmo») y que, en el fondo, resultó una síntesis hábil y una exégesis divertida de cómo fue accediendo a las distintas capas de humor que Cervantes superpuso en su obra.

Arquetipo

Al principio se acerca a Don Quijote con la mirada empañada por los héroes juveniles de su época y acabó reparando, más que en las desventuras del caballero andante y su escudero, en el humor frágil de Cervantes. Al principio, «don Quijote y Sancho no fueron bien recibidos. Nuestra imaginación literaria se nutría de “El Coyote” y “Hazañas bélicas” y las sesiones nobles del cine de barrio eran nuestro Shangri-La. Pero el Siglo de Oro, francamente, no». Recalcó que «en aquellos años, que Juan Marsé llamó de incienso y plomo, la figura de don Don quijote había sido secuestrada por la retórica oficial para convertirla en el arquetipo de nuestra raza y el adalis de un imperio de fanfarria y cartón piedra. Solo o con Sancho, a pie o a caballeo, se vendía a la gruesa en estaciones y aeropuertos, y en muchos hogares estaba presente como cenicero, pisapapeles o apoyalibros. Malas tarjetas de visita para un aspirante a superhéroe».

De este acercamiento lo que le quedó fue «el lenguaje cervantino. De niño quería ser escritor. Pero hasta ese momento los resultados no se correspondían ni con el entusiasmo ni con el empeño. Las vocaciones tempranas son árboles con muchas hojas, poco tronco y ninguna raíz. Yo estaba empeñado en escribir, pero no sabía ni cómo ni sobre qué». Una impresión muy distinta la que sintió luego cuando era «un licenciado, lo que hoy se llama un joven cualificado, y lo que en todas las épocas se ha llamado un tonto». En esa época en que «era anarquista, pretencioso, llevaba el pelo revuelto y lucía un fiero bigote», Mendoza era un «hijo del romanticismo» y no le atraían «los héroes épicos, sino los clásicos. Un héroe épico se vuelve un pelma cuando ya ha hecho lo suyo. Un héroe trágico nunca deja de ser un héroe, porque es un héroe que se equivoca. Y en eso a don Quijote, como a mí, no nos ganaba nadie».

El escritor percibió aquí el Quijote erasmista, deudor de la Reforma: «Para él no son las leyes humanas o divinas las que determinan su conducta, sino la ética personal. Cree defender a los débiles pero defiende a los rebeldes y a los que luchan por la libertad, aunque sean delincuentes. Antepone sus deseos a la realidad y es el paradigma del idealismo desencaminado, si esta expresión no es una redundancia».

Complicidad

Mendoza, que no quiso olvidarse de Pere Gimferrer y de Carmen Balcells, comprendió el auténtico humor que contiene «El Quijote» en su tercer acercamiento. Entendió que esta obra va más allá de las peripecias y los pasajes jocosos de Alonso Quijano y Sancho Panza. «Descubrí un humor que no está tanto en las situaciones ni en los diálogos, como en la mirada del autor sobre el mundo. Un humor que camina paralelo al relato y que reclama la complicidad entre el autor y el lector. Una vez establecido el vínculo, el humor lo impregna todo y todo lo transforma». En su última relectura, sin embargo, se encontró «acompañando al caballero en su camino de vuelta a un lugar de La Mancha cuyo nombre nunca hemos olvidado» y le dejó una pequeña duda: ¿Estaba cuerdo el Qujiote? «Alguna vez me he preguntado sin don Quijote estaba loco o fingía estarlo para transgredir las normas de una sociedad pequeña, zafia y encerrada en sí misma. Mi conclusión es que está realmente loco, pero sabe que lo está, y también sabe que los demás están cuerdos y, en consecuencias, le dejarán hacer cualquier disparate que le pase por la cabeza. Es justo lo contrario de lo que me ocurre a mí. Yo creo ser un modelo de sensatez y creo que los demás están como una regadera, y por este motivo vivo perplejo, atemorizado y descontento de cómo va el mundo».

Para Mendoza, que ha abordado la literatura desde su oficio como escritor y su trabajo como traductor, qaseguró que «don Qujiote es el primer caso certificado de lector demasiado crédulo». Y explicó: «El que lee una obra de ficción y no se cree nada de lo que allí se cuenta, va mal; pero el que se lo cree todo, va peor». Para el novelista una obra literatura, como la de Cervantes, va saltando de una persona a otra, dejando sus dones, regalos, virtudes y aciertos, en quienes lo leen. Y lo ha hecho así a través de los siglos. Para Mendoza, que introdujo leves matices críticos al pasado, no quiso eludir lo que depara el futuro. «Vivimos tiempos confusos e inciertos. La incertidumbre y la confusión a las que me refiero son de otro tipo. Un cambio radical afecta al conocimiento a la cultura, a las relaciones humanas, en definitiva, a nuestra manera de estar en el mundo. Pero al decir esto no pretendo ser alarmista. Esta cambio está ahí, pero no tiene por qué ser nocivo, ni brusco ni traumático». Despues añadió con laconismo: «La tecnología ha cambiado el soporte de la famosa página en blanco, pero no ha eliminado el terror que suscita ni el esfuerzo que hace falta para acometerla». El autor, que al final de su discurso se definió como «Eduardo Mendoza, de profesión, sus labores», se alegró, eso sí, de que no exista un único castellano, sino varios, que sea «un mundo diverso, rico, divertido y con un amplísimo horizonte. Y que todas las lenguas del mundo son amables y generosas para quien las quiere bien y las trabaja».