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Svetlana Alexiévich: la cronista del naufragio soviético

La escritora Svetlana Alexievich el pasado mes de febrero en Minsk
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La bielorrusa Svetlana Alexiévich ganó el premio Nobel de Literatura de 2015.. Alexiévich: «No siento respeto por el mundo ruso de Stalin y Putin»

El accidente de Chernóbil, la guerra de Afganistán o las cifras de suicidios escondidas bajo la alfombra: las obras de Svetlana Alexievich documentan el fracaso de la utopía soviética, «escritos polifónicos, un monumento al sufrimiento y al coraje en nuestro tiempo», describió ayer la Academia sueca al fallar el premio. Las cicatrices de «la Gran Guerra Patriótica» eran aún bien visibles en Ucrania cuando en 1948 Svetlana nació en una familia de maestros de escuela. Se crió en Bielorrusia, país de su padre, y pronto desarrolló el gusto por contar historias, siempre desde un punto de vista crítico y con un estilo mezcla de periodismo y literatura. En sus textos apenas hay narración, son más como puzzle, en el que cada testimonio es una pieza. Y es precisamente en esas miles de voces, más que en la suya propia, en las que reside la autoridad y pertinencia de su obra. Alexievich se licenció en la universidad de la capital, Minsk, pero se marchó a provincias a ejercer, a las regiones de Brest primero y Gomel, después, el comunismo profundo. Su nombre empieza a sonar en círculos literarios con su primer libro publicado, «La guerra no tiene rostro femenino», 1983, en el que trata el papel de las mujeres en la contienda, cuestionando con brutal crudeza algunos mantras soviéticos sobre el heroísmo. Comienza entonces su complicada relación con las autoridades, desamor que llega hasta hoy.

Críticas duras

Con Putin enfrascado en guerras fuera de sus fronteras, el patriotismo impregna estos días todos los ámbitos de la vida tanto en Rusia como en la vecina y aliada Bielorrusia, presidida por Alexander Lukashenko, «el último dictador de Europa», en el poder desde hace 21 años y que será reelegido este domingo. La crítica no es bienvenida, ni del presente ni del pasado, que debe siempre ser glorioso y heróico, por eso, algunos medios locales describieron ayer a Alexievich como rusófoba. «No odio al pueblo ruso, al contrario, respeto su literatura y su ciencia, pero no el mundo de Stalin y Putin, y tampoco me gusta ese 84 por ciento de rusos que llama a matar ucranianos», respondió en una conferencia de prensa tras conocerse el fallo. La autora reconoció que estuvo en Kiev, en la plaza Maidán, y lloró cuando en febrero del año pasado cayó el Gobierno de Yanukovich, también aliado de Putin. Este galardón es una recompensa no solamente para mí, afirma, sino para nuestra cultura, para nuestro pequeño país. «Amo al pueblo bielorruso, así como al ucraniano, que al fin y al cabo es mi tierra», continúa la reportera, sexto rusoparlante en recibir el Nobel, la primera mujer. Me ha felicitado el ministro de Cultura de Rusia, explica, pero no el de mi propio país. «Las autoridades bielorrusas hacen como si no existiera, no me publican ni puedo dar discursos», lamenta. En 1989 se imprime «Los chicos de latón», sobre el fracaso de la URSS en la guerra en Afganistán (1978-1992), para la que se recorrió el país entrevistando a madres de muchachos que se dejaron la vida luchando para imponer la palabra de Marx a talibanes. Alexievich advirtió ayer de que «Putin está arrastrando al país a un segundo Afganistán» con la actual campaña de bombardeos en Siria. Por su perfil, mujer en un país comparativamente machista, reportera crítica con el régimen, recuerda a la rusa Anna Politkovskaya, que destapase los abusos de Moscú en la guerra de Chechenia y muriese acribillada en el ascensor de su casa el 7 de octubre de 2006, coincidiendo con el cumpleaños de Putin. «La poética de la tragedia es importante», explica la galardonada, que señala como sus «maestros» a sus compatriotas Ales Adamovich y Vasil Bikov. Al segundo, que combatió en la IIGM y firmó valiosos relatos humanos sobre la contienda, lo define como «la mayor figura de la cultura bielorrusa». En 1993 Alexievich publica «Cautivados por la muerte», sobre los suicidios de los que peor digirieron el fin del sueño socialista, y cuatro años después llega «Voces de Chernóbil», su obra más reconocida, la única traducida al castellano, en la que dibuja la historia del accidente nuclear desde el testimonio de científicos, vecinos y políticos corruptos.

En su última publicación, «El fin del homo sovieticus», que saldrá a principios de 2016 en la editorial Acantilado, escarba en las cenizas de la extinta URSS. «El hombre soviético no ha desaparecido, es una mezcla de cárcel y guardería, no toma decisiones, simplemente está a la espera del reparto. Para esa clase de hombre la libertad es tener veinte clases de embutido para elegir», comentó a Efe en 2013. Mis libros, continúa, son una metáfora de nuestra ineptitud para lo nuevo. «Durante la Perestroika creímos que era cuestión de hablar y ya tendríamos libertad, pero resultó que cuesta esfuerzo. Los personajes de mi libro creían que lo más importante era abrir una puerta a la libertad, pero cuando esa puerta se abrió, la gente corrió en la dirección opuesta», relata a «Rossiskaya Gazeta» en 2013. Su obra, en sus propias palabaras, es un «intento de captar un pedazo de la realidad, contar quiénes somos y a dónde vamos».