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Las estatuas de Madrid (antes de Rosendo)

Ante la polémica suscitada por la escultura de Rosendo en Carabanchel, LA RAZÓN busca otros ejemplos de homenajes curiosos en las calles de Madrid

Las estatuas de Madrid (antes de Rosendo)
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Ante la polémica suscitada por la escultura de Rosendo en Carabanchel, LA RAZÓN busca otros ejemplos de homenajes curiosos en las calles de Madrid.

Ante la polémica suscitada por la escultura de Rosendo en Carabanchel, LA RAZÓN busca otros ejemplos de homenajes curiosos en las calles de Madrid.

Todo madrileño conoce y ha visto las estatuas más simbólicas de la región, emplazadas en lugares principales como lo son el monumento a Cristóbal Colón, el del Oso y el Madroño o Felipe III. Pero qué hay de aquellas cuyos motivos son originales, curiosos incluso y, en algunos casos, hasta desconocidos. Se pueden encontrar expuestas abiertamente o en rincones ocultos y los transeúntes a las más afortunadas les dedican un vistazo, una sonrisa, quizás una foto, mientras que otras, simplemente, pasan desapercibidas.

«El vecino curioso» es un ejemplo. Localizada en el barrio de Palacio en la zona centro de Madrid, esta figura de bronce data del 1999, trabajada por el escultor Salvador Fernández Oliva representa a un hombre de edad madura, el cual apoyado en una barandilla y con una pierna cruzada sobre la otra, se asoma y observa los restos de la antigua iglesia de la Almudena.

«El perro callejero» (1980) es también otra muestra atípica. El autor Juan José Oliveira Vieitez esculpió en bronce y con una postura semierguida como símbolo del vínculo histórico que siempre ha tenido este animal doméstico a la vida del hombre. Se halla en el zoo de la Casa de Campo.

La plaza de Jacinto Benavente acoge otra estatua que, aunque muy conocida, destaca por su peculiaridad. «El barrendero madrileño», realizada por Félix García Hernando en el año 2001, sin pedestal y anclado directamente en el suelo, rinde homenaje, cepillo en mano y en actitud de trabajo, a los empleados públicos de nuestra ciudad con un uniforme ambientado en los años 60 de chaqueta de pana y gorra de plato.

Cabe mencionar la obra de «Un personaje importante» que se encuentra en un parque del barrio Palomeras Bajas, en Vallecas. La pieza contiene diferentes materiales como cerámica, granito y cemento. Un monumento de gran rigidez así como de misterio, pues es ficticio y el parecido que guarda con un caballero a lomos de su corcel está basado en la interpretación de varios niños de colegios próximos que con sus bocetos planteados inspiraron el resultado, concebido desde una perspectiva infantil.

En el mismo barrio de Vallecas, se representa una acción sobre un bloque rectangular de hormigón. «La Fuga» (1984), escena en la que Diana, diosa romana de la caza, mantiene una actitud de huida frente al perro que se encuentra detrás de ella. Entre los dos, unas barras quebradas recorren la distancia que los separa. El contenido de la obra es intencionalmente ambiguo para que sea el propio espectador quién lo determine. El autor es el arquitecto y escultor Juan Bordes Caballero.

En el barrio de San Diego, Vallecas, un busto de bronce sobre una pieza de granito hace memoria al carácter vivo y juvenil de Ángeles Rodríguez Hidalgo, «La abuela rockera», mujer argentina afincada en España que se hizo célebre por su afición al rock duro y al heavy metal, además de ser seguidora de alguna de las bandas más conocidas del barrio. Una chupa de cuero, una gorra, un pañuelo y una muñequera de pinchos son los elementos principales de su atuendo. Su mano, que alzaba el símbolo del saludo heavy, sufrió la mutilación de sus dedos: pulgar, índice y meñique por algunos vecinos que, ofendidos, malinterpretaron el gesto como una actitud obscena. La obra, esculpida en 1994 por la artista Carmen Jorba, fue sufragada con recaudaciones de conciertos y las aportaciones de amigos de la anciana.

Camuflada entre la muchedumbre que pasea por el barrio de Aluche, en la Latina, una figura a tamaño real, se encuentra en acto de caminar ensimismada en su lectura. «La Colegiala» se vincula a un proyecto llevado a cabo en el año 1987 que tuvo como objeto equilibrar el caos de una compleja encrucijada con, entre otros monumentos, esta obra grácil y de gran realismo estilístico, cuyo autor es desconocido.

En la plazuela del casco antiguo de Aravaca, una estatua hace volar la imaginación del gentío que se sienta en los bancos que rodean su pedestal. «La mensajera» (2003), una niña con el torso inclinado, calzada con sandalias y que expone sus manos juntas, como si ejerciera un esfuerzo para inducir al vuelo a una paloma ilusoria que sostuviera. Su cabeza levemente alzada y sus piernas separadas mimetizan la acción. El escultor Pedro Quesada Sierra ganó con esta pieza un concurso promovido por el Ayuntamiento de Madrid y la Facultad de Bellas Artes para dar a conocer el trabajo de los jóvenes.

El propio Museo del Prado acoge en sus jardines a un artista de granito, anónimo, que porta un lienzo y un caballete plegado. «Un pintor para el Prado» (1989) es una obra del escultor Julio López Hernández, cuya función es alegórica, pues rinde un homenaje genérico al oficio de artista así como a la pasión por el arte.

La historia de Julia ha quedado encerrada en una figura de tamaño natural de bronce que se apoya sobre la fachada del Palacio Bauer. «Tras Julia» (2003), obra de Antonio Santín Benito es otro monumento dedicado no a una personalidad, sino a otro tipo de personaje. Esta chica asistió, en el siglo XIX, a la primitiva Universidad Central disfrazada de chico, ya que solo se permitía el acceso a los hombres.